Cuando la tiranía alcanzó límites extremos, el Profeta(sa) reunió a sus seguidores, y señalando al oeste, les habló de un país, al otro lado del mar, donde no se asesinaba a los hombres por cambiar de fe, donde podrían adorar a Dios sin ser perturbados, y donde reinaba un rey justo. Les dijo que fueran allí, pues el cambio podría suponer un alivio para ellos. Un grupo de hombres, mujeres y niños musulmanes aceptaron su propuesta y marcharon a Abisinia. Fue una emigración a escala reducida y muy penosa. Los árabes se consideraban los guardianes de la Ka’ba, y lo eran efectivamente. Abandonar La Meca, pues, supuso para ellos una tribulación profunda. No lo habrían hecho si la vida en La Meca no se les hubiera vuelto imposible. Pero los mequíes tampoco estaban dispuestos a permitir esta emigración. No querían que sus víctimas se escaparan y tuvieran la oportunidad de vivir en otro sitio. El grupo, pues, tuvo que mantener en absoluto secreto los preparativos del viaje y partir sin despedirse siquiera de sus amigos y familiares.
El rumor de su salida, sin embargo, llegó a algunos mequíes. ‘Umar(ra), que posteriormente sería el segundo Jalifa del Islam, entonces era un incrédulo y un enemigo feroz de los musulmanes. Por casualidad, se encontró con algunos miembros del grupo de emigrantes. Uno de ellos era una mujer, Ummi Abdul’lah. ‘Umar(ra), al ver sus bienes empaquetados y cargados sobre animales, comprendió en seguida que se trataba de una emigración. “¿Te vas?”, preguntó. “Sí. Dios es nuestro testigo”, contestó Ummi Abdul’lah. “Nos vamos a otro país, porque aquí nos tratáis con crueldad. No volveremos hasta que Al’lah nos quiera facilitar las cosas.” ‘Umar(ra) quedó impresionado y les dijo: “Id con Dios”. Su voz revelaba la emoción que sentía. Esta escena silenciosa le había perturbado. Cuando los mequíes se enteraron de la huida, enviaron a un grupo de hombres para detener a los emigrantes, pero al llegar a la orilla del mar supieron que ya habían embarcado. Al no poder alcanzarles, decidieron enviar una delegación a Abisinia, para persuadir al rey a que devolviese los emigrantes a los mequíes. Uno de los delegados era Amr bin al-As, que posteriormente se unió al Islam y conquistó Egipto. La delegación llegó a Abisinia y tuvo una audiencia con el rey -intrigando al mismo tiempo ante la corte-. Pero el rey se mostró firme, y a pesar de la presión de la delegación y de sus propios cortesanos, se negó a devolver a los refugiados musulmanes. La delegación volvió frustrada a La Meca, pero pronto idearon otro método para forzar el regreso de los musulmanes de Abisinia. Hicieron correr el rumor entre las caravanas en dirección a Abisinia de que toda La Meca había aceptado el Islam. Cuando el rumor llegó a Abisinia, muchos refugiados retornaron felices a La Meca, para descubrir a su llegada de que se trataba de un rumor falso. Algunos musulmanes volvieron de nuevo a Abisinia, pero otros decidieron quedarse en La Meca. Entre éstos se encontraba Uzman bin Maz’un, hijo de un jefe mequí muy importante. Uzman recibió la protección de un amigo de su padre, Walid bin Mughi(ra), y pudo empezar a vivir en paz. Pero veía como los demás musulmanes seguían sufriendo la persecución. Renunció, pues, a disfrutar de tal protección mientras el resto de los musulmanes siguiera sufriendo. Walid así lo anunció a los mequíes.
En una ocasión, Labid, un poeta laureado de Arabia, se hallaba declamando sus versos ante los jefes mequíes, y recitó un poema que indicaba que todas las gracias acaban al final. Uzman se atrevió a contradecirlo, diciendo: “La gracia del Paraíso será eterna.” Labid, poco acostumbrado a que le interrumpieran, se enojó exclamando: “¡Quraishíes! Antes no se insultaba así a vuestros invitados. ¿De dónde ha surgido esta moda?” Para apaciguar a Labid, se levantó un hombre de la audiencia y le dijo: “continúa; no hagas caso a este inepto.” Uzman insistió en que no había expresado ninguna tontería. Esto exasperó al quraishí, que se lanzó sobre Uzman y le asestó un golpe tan fuerte que le sacó un ojo. Walid se hallaba presenciando el incidente. Fue amigo íntimo del padre de Uzman y no podía tolerar este trato hacia el hijo de su difunto amigo. Pero Uzman ya no se encontraba bajo su protección formal, y la costumbre árabe le impedía apoyarle. Por lo tanto, no pudo hacer nada. Conmovido en parte por la ira y en parte por la angustia, se dirigió a Uzman, diciendo: “¡Hijo de mi amigo, de no haber renunciado a mi protección, no habrías perdido el ojo. La culpa es tuya!” ‘Uzman respondió: “He esperado este momento durante mucho tiempo. No lamento la pérdida de un ojo, ya que el otro aguarda el mismo destino. ¡Recuerda! Mientras el Profeta(sa) sufra, no queremos paz.” (Halbiyya, Vol. 1, pág. 348).