En los conflictos bélicos que hasta aquel momento se habían llevado a cabo, los musulmanes o bien se habían quedado en Medina, o bien se habían alejado a cierta distancia de la ciudad para luchar contra la agresión de los incrédulos. Los musulmanes no iniciaron estos enfrentamientos, ni se mostraron dispuestos a continuarlos una vez iniciados. Por regla general, sólo hay dos formas de acabar con las hostilidades: mediante una paz negociada o mediante la sumisión de una parte a la otra. Hasta ese momento, en los encuentros entre musulmanes e incrédulos no había perspectiva de una paz negociada, ni tampoco ninguna de las partes se había ofrecido someterse a la otra. Es cierto que se habían producido treguas, pero no se podía decir que la guerra entre musulmanes e incrédulos había terminado. Según la costumbre habitual, los musulmanes podrían haber atacado a las tribus enemigas, obligándoles a rendirse. Pero no lo hicieron. Cuando los enemigos dejaban de luchar, también cesaban de luchar los musulmanes. Abandonaban la lucha esperando que se iniciaran unas negociaciones para la paz. Pero cuando fue evidente que los incrédulos no tenían intención de hablar de la paz, ni mostraban disposición alguna a rendirse, el Profeta(sa) decidió que había llegado el momento de acabar la guerra, bien mediante un acuerdo de paz o mediante la rendición. Para que hubiera paz, era preciso terminar la guerra. Después de la Batalla de la Fosa, por lo tanto, el Profeta(sa) se mostró dispuesto a conseguir una de las dos cosas: la paz o la rendición. La rendición de los musulmanes ante los incrédulos quedaba fuera de consideración, y la victoria del Islam sobre sus perseguidores había sido prometida por Dios. El Profeta(sa) había hecho declaraciones a tal efecto durante su estancia en La Meca. ¿Podían abogar por la paz, por tanto, los musulmanes? Un movimiento por la paz puede ser iniciado bien por la parte más fuerte o bien por la más débil. Cuando el más débil propone la paz, ha de ceder, de forma provisional o permanente, una parte de su territorio o de los ingresos derivados de tal territorio, o ha de aceptar otras condiciones impuestas por el enemigo. Cuando es el más fuerte quien propone la paz, se entiende que no contempla la destrucción total del más débil, sino que está dispuesto a dejarle conservar su independencia total o parcial a cambio de ciertas condiciones. En las batallas hasta ahora libradas entre musulmanes e incrédulos, éstos últimos sufrieron una derrota tras otra, y aun así, su poder no se había quebrantado. Sólo habían fracasado en sus intentos de destruir a los musulmanes. El fracaso en no poder destruir a otro, no implica una derrota, sino simplemente supone que la agresión no ha tenido éxito, y que los ataques se pueden repetir. A los mequíes, por lo tanto, no se les había derrotado. Desde el punto de vista militar, los musulmanes constituían, sin duda alguna, la parte más débil. Aunque mantenían sus defensas, eran una pequeña minoría, capaz de resistir la agresión mequí, pero incapaz de tomar la iniciativa. Los musulmanes no habían establecido todavía su independencia. Una propuesta de paz por su parte reflejaría la fractura de su defensa, y su voluntad de aceptar las condiciones impuestas por los incrédulos. Su oferta de paz hubiera sido desastrosa para el Islam; hubiera supuesto su propia destrucción, y un nuevo vigor para un enemigo desmoralizado por derrotas repetidas. El creciente pesimismo de los incrédulos habría cedido ante una nueva esperanza, una nueva ambición. Éstos habrían pensado que los musulmanes, a pesar de haber salvado Medina, se sentían pesimistas respecto a una victoria final contra los incrédulos. Una propuesta de paz, por tanto, no podía provenir de los musulmanes, sino de los mequíes o de una tercera parte (si hubiera existido). En el conflicto que había surgido, Medina se enfrentaba a toda Arabia. Eran los incrédulos, por lo tanto, quienes podían haber propuesto la paz, pero no existía ninguna intención semejante por su parte. Por lo tanto, había claras posibilidades de que la guerra entre musulmanes y árabes no cesara. No existía ningún acuerdo de paz, los musulmanes no podían proponerlo, y los árabes no lo harían. El conflicto civil en Arabia parecía no tener fin, al menos durante otro siglo.
Los musulmanes tan solo contaban con una opción para acabar con el conflicto. No estaban dispuestos a ceder su conciencia a las imposiciones árabes, es decir, a renunciar a su derecho de profesar, practicar y predicar lo que querían; y no existía un movimiento por la paz entre los incrédulos. Los musulmanes habían podido rechazar las repetidas agresiones. A ellos les correspondía, pues, obligar a los árabes a rendirse o a aceptar la paz.
¿Era la guerra lo que buscaba el Profeta(sa)? No. Él no quería provocar una guerra, sino conseguir la paz. Si hubiera permanecido inmóvil, Arabia habría permanecido sumida en una guerra civil. Las medidas que tomó fueron una vía para conseguir la paz. La historia ha visto largas guerras. Algunas han durado cien años, y otras treinta o más. Las guerras largas siempre han sido fruto de una falta de acción decisiva por parte de ambos bandos. Como ya hemos sugerido, la acción decisiva se ha de plasmar bien mediante la rendición total, o bien mediante una paz negociada.
¿Acaso el Profeta(sa) podría haber adoptado una actitud pasiva? ¿Podría haberse retirado, junto con su pequeño ejército de musulmanes, detrás de las murallas de Medina, dejando que las cosas se resolvieran solas? Era claramente imposible. Los incrédulos eran quienes habían iniciado la provocación. La pasividad no hubiera supuesto el fin de la guerra, sino más bien su continuación. Habría permitido a los incrédulos atacar Medina a su libre voluntad, y retirarse también a su libre voluntad. Una tregua no implicaba el fin de la guerra, sino simplemente una jugada estratégica.