El Profeta(sa) estaba enfermo, y la enfermedad avanzaba. La muerte se le acercaba, y la depresión invadía el corazón de sus Compañeros. El sol brillaba como siempre sobre Medina, pero a los Compañeros les parecía cada vez más pálido. Amanecía como siempre, pero parecía no traer luz sino oscuridad. Al final llegó la hora en que el alma del Profeta(sa) abandonó su cuerpo físico, para reunirse con su Creador. Respiraba cada vez con más dificultad. El Profeta(sa), que pasaba sus últimos días en el cuarto de A’ishara, le dijo: “Levanta mi cabeza un poco y acércate, pues no respiro bien”. A’ishara así lo hizo. Se sentó a su lado sosteniendo su cabeza. El Profeta(sa) agonizaba visiblemente. Muy intranquilo, miraba de un lado a otro. Repetía constantemente: “¡Ay de los judíos y los cristianos! ¡Fomentaron el culto a las tumbas de sus Profetas!” Éste fue, podríamos decir, su último mensaje a sus seguidores. Tendido en su lecho de muerte, parecía decirles: “Aprenderéis a considerarme por encima de los demás Profetas; con una misión mejor cumplida que ninguno de ellos. Pero no por eso habéis de convertir mi tumba en objeto de adoración. Que mi tumba sea simplemente una tumba. Quizás otros adoren las tumbas de sus Profetas, convirtiéndolas en centros de adoración y peregrinaje, donde intenten buscar la salud a través de la austeridad, hacer sus ofrendas o expresar agradecimiento. Quizás lo hagan otros, pero vosotros no. Acordaos siempre de vuestro único objetivo: la adoración de Dios Único.”
Tras advertir así a los musulmanes acerca de su deber de defender la idea por la que habían luchado, la de un Único Dios, y de la distinción clara entre Dios y el hombre, se empezaron a cerrar sus ojos. Entonces no dijo más que: “A mi Amigo, el Más Elevado de los Elevados; a mi Amigo, el Más Elevado de los Elevados”. Evidentemente, se dirigía a Dios. Con estas palabras, el Profeta(sa) entregó el espíritu.
La noticia llegó a la mezquita. Allí se habían reunido muchos Compañeros tras abandonar su trabajo diario. Esperaban mejores noticias, pero tuvieron que oír la noticia del fallecimiento del Profeta(sa). Fue un golpe inesperado. Abu Bakr(ra) no se encontraba allí. Umar(ra) que sí estaba presente, sobrecogido por la pena, se sintió tan molesto al oír decir que el Profeta(sa) había fallecido, que desenvainó su espada y amenazó con matar a quien así lo afirmara. El Profeta(sa) no podía morir, porque todavía le quedaba mucho por hacer. Es cierto que el alma había salido de su cuerpo. Pero sólo había ido a encontrarse con su Creador. Del mismo modo que Moisés se había reunido durante cierto tiempo con su Creador, para después volver, el Profeta(sa) debía volver para terminar cuanto había dejado sin hacer. Umar(ra) andaba de un lado a otro con la espada en la mano, casi como un demente. Mientras andaba decía: “Quien diga que el Profeta(sa) ha muerto, morirá a manos de ‘Umar(ra)”.
Los Compañeros estaban tan afectados que casi llegaron a creer lo que él decía. El Profeta(sa) no podía haber fallecido; tenía que haber habido algún error. Mientras tanto, algunos Compañeros fueron en busca de Abu Bakr(ra). Lo encontraron, y le informaron de lo sucedido. Abu Bakr(ra) se dirigió de inmediato a la mezquita de Medina, y sin hablar con nadie, entró en el cuarto de A’ishara y le preguntó: “¿Ha fallecido el Profeta(sa)?”
“Sí”, contestó A’ishara. Se dirigió hacia donde yacía el cuerpo del Profeta(sa), le descubrió la cara y se inclinó para besar su frente. Sus ojos derramaban lágrimas cargadas de amor y dolor, y dijo: “Dios es nuestro testigo. La muerte no te alcanzará dos veces.”
Era una frase cargada de significado, la respuesta de Abu Bakr(ra) a la declaración que Umar(ra) había hecho desde el fondo de su dolor. El Profeta(sa) había muerto una vez: aquélla fue su muerte física; la muerte que todos hemos de tener. Pero no tendría una segunda muerte. No habría ninguna muerte espiritual; ninguna muerte de las creencias que él había inculcado en sus seguidores, y por cuyo establecimiento se había preocupado tanto. Una de las creencias más importantes que había enseñado era que los Profetas eran humanos, e incluso ellos habían de morir. Los musulmanes no iban a olvidar tan pronto esta enseñanza después de su fallecimiento. Tras pronunciar esta gran declaración sobre el cuerpo del Profeta(sa), Abu Bakr(ra) salió, y atravesando las líneas de fieles, avanzó hasta el púlpito de la mezquita en silencio. Umar(ra) se puso a su lado, blandiendo la espada como antes, decidido a matar a Abu Bakr(ra) si éste decía que el Profeta(sa) había fallecido. Umar(ra) le agarró de la camisa, para impedirle continuar, pero Abu Bakr(ra) liberó su camisa de las manos de Umar(ra) y negándose a detenerse, recitó el versículo del Corán:
“Y Muhammad(sa) no es más que un Mensajero, y antes que él han pasado todos los Mensajeros. Pero si muere o es asesinado, ¿volveréis sobre vuestros pasos?” (3:145).
Es decir, Muhammad(sa) era un hombre que trajo el Mensaje de Dios. Había habido otros hombres que trajeron mensajes de Dios, y todos habían muerto. Si Muhammad(sa) moría ¿renunciarían a todo cuanto se les había enseñado, y a todo cuanto habían aprendido? Este versículo fue revelado en el momento de la batalla de Uhud, cuando se habían extendido rumores de que el enemigo había asesinado al Profeta(sa). Muchos musulmanes se habían retirado, desesperanzados, de la batalla. Este versículo vino del cielo para darles ánimo. En esta ocasión surtió el mismo efecto. Tras recitar el versículo, Abu Bakr(ra) añadió algunas palabras suyas. Dijo: “Aquellos de entre vosotros que adoran a Dios, que sepan que Dios sigue vivo, y siempre vivirá. Pero aquellos de entre vosotros que adoraban a Muhammad(sa), que sepan que Muhammad(sa) ha fallecido”. Este discurso oportuno permitió a los Compañeros recuperar su equilibrio. Incluso Umar(ra) cambió al escuchar a Abu Bakr(ra) recitar el versículo citado. Recuperó su sentido común, y el juicio que había perdido. Cuando Abu Bakr(ra) terminó de recitar el versículo, se abrieron por completo los ojos espirituales de Umar(ra). Comprendió que el Profeta(sa) había fallecido. Pero en el momento en que lo entendió, sintió que sus piernas temblaban y cedían bajo su peso. Cayó agotado. El hombre que había amenazado a Abu Bakr(ra) con su espada había cambiado tras el discurso de Abu Bakr(ra). Los Compañeros sintieron como si el versículo se hubiera revelado por primera vez aquel día, pues les produjo un impacto nuevo y poderoso. En su agonía de dolor y aflicción, olvidaron que el versículo ya estaba en el Corán.
Muchos han expresado el dolor que sobrecogió a los musulmanes con la muerte del Profeta(sa), pero la expresión mejor y más duradera se encuentra en los versos profundos y sucintos de Hassanra, el poeta de la primera época del Islam:
“Eras la pupila de mi ojo. Ahora que has fallecido, mi ojo está ciego. No me importa quién muera ahora. Pues sólo temía tu muerte”.
Estos versos expresaban los sentimientos de todos los musulmanes. Durante meses, hombres, mujeres y niños anduvieron por las calles de Medina recitando estos versos de Hassan bin Zabitra