Siempre fue muy paciente ante la adversidad. Nunca admitió la derrota en circunstancias difíciles, ni se dejó llevar por deseos personales. Ya hemos dicho que su padre había fallecido antes de su nacimiento, y su madre murió cuando era aún pequeño. Hasta la edad de ocho años estuvo bajo la tutela de su abuelo, y tras el fallecimiento de éste, fue educado por su tío Abu Talib. Motivado tanto por el cariño natural como por el deseo de respetar la voluntad de su padre, Abu Talibra, siempre se ocupó de su sobrino con cuidado e indulgencia. Su esposa, sin embargo, no se sentía tan afectada por estas consideraciones. Sucedía muchas veces que repartía cosas entre sus propios hijos, omitiendo a su pequeño primo. Si Abu Talibra llegaba por casualidad a casa en ese momento, solía encontrar a su pequeño sobrino sentado aparte, con un perfecto aspecto y sin mostrar en el rostro el menor rencor o tristeza. El tío, llevado por el cariño y consciente de su responsabilidad, corría hacia el niño y abrazándole, exclamaba: “¡Presta atención a mi hijo también! ¡Préstale también atención!” Tales incidentes se producían con cierta frecuencia, y quienes los presenciaron testifican unánimemente que el joven Muhammad(sa) nunca se mostró envidioso respecto a sus primos. Más tarde, estando en posición de hacerlo, se encargó de cuidar y educar a dos de los hijos de su tío, Ali y Jas’far, y cumplió con sus responsabilidades de forma excelente.
En el transcurso de su vida, el Santo Profeta(sa) se vio obligado a afrontar una sucesión de experiencias amargas. Nació huérfano, su madre murió cuando era todavía muy joven y perdió a su abuelo cuando contaba tan sólo ocho años. Ya casado, debió sufrir la pérdida de varios hijos, uno tras otro, y después murió su amada y devota esposa Jadiyyara. Algunas esposas con las que se casó tras la muerte de Hazrat Jadiyyara fallecieron mientras él todavía vivía, y hacia el fin de su vida perdió a su hijo Ibrahim. Soportó con serenidad todas estas pérdidas y calamidades, y ninguna de ellas afectó en lo más mínimo su alto grado de resolución ni su temperamento alegre. Nunca expresaba en público sus penas personales, y recibía a todos con gran cortesía, tratando a cada uno con la misma benevolencia. En una ocasión, vio a una mujer que había perdido a un hijo. La mujer lloraba desconsoladamente sobre su tumba. Él le pidió que fuera paciente y que aceptara la voluntad de Dios por encima de todo. La mujer no sabía que era el Santo Profeta(sa) quien le estaba hablando, y contestó: “Si tú hubieras perdido un hijo, como yo, sabrías lo difícil que es tener paciencia ante esta desgracia”. El Santo Profeta(sa) le dijo: “Yo he perdido, no a un hijo, sino a siete”, y siguió su camino. Excepto cuando se refería de forma indirecta a sus pérdidas o desgracias, nunca quería hablar de ellas, ni permitió que interfirieran de ningún modo en su servicio constante a la humanidad, y su deseo de compartir serenamente los problemas de los demás.