2. Pecado y Expiación
En el nombre de Al-lah, el Clemente, el Misericordioso
No hay digno de ser adorado excepto Al'lah, Muhammad es el Mensajero de Al'lah
Musulmanes que creen en el Mesías,
Hazrat Mirza Ghulam Ahmad Qadiani (as)

Trataremos ahora del segundo artículo importante de la fe cristiana. Debo aclarar, sin embargo, que no todos los cristianos creen en lo que a continuación exponemos. Incluso algunos líderes de la Iglesia se han desviado de la actitud dogmática e inflexi­ble de la propia Iglesia a este respecto. Aun así, la filosofía del “Pecado y Expiación” constituye un principio fundamental de la fe ortodoxa cristiana.

El primer componente del entendimiento cristiano del Pecado y la Expiación es que Dios es justo, y ejerce la justicia natural. No perdona los pecados sin exigir una retribución, pues ello atentaría contra los dictados de la justicia absoluta. Este atributo particular de Dios hace necesaria la versión cristiana de la expiación.

El segundo componente es que el hombre es pecador porque Adán y Eva pecaron. Como resultado, su progenie comenzó a heredar el pecado, como si fuera inyectado en sus genes, y, desde entonces, todos los hijos de Adán nacen siendo pecadores congénitos.

El tercer componente de este dogma es que una persona pecadora no puede expiar los pecados de otra; sólo una persona sin pecado puede hacerlo. Basándose en esto, se hace evidente por qué, según el modo de entender cristiano, ningún profeta de Dios, por bueno que haya sido, o cercano a la perfección, pudo limpiar a la humanidad del pecado o librarla de él o de sus consecuencias. Siendo hijos de Adán, no podían escaparse del elemento de pecado congénito con el que nacieron.

Este es un simple esbozo de toda la doctrina. Aquí está la solución adelantada por los teólogos cristianos.

La Expiación de la Humanidad

Para resolver este problema aparentemente irresoluble, Dios concibió un plan ingenioso. No está claro si consultó a su “Hijo”, si ambos concibieron el plan simultáneamente, o si fue por completo una idea del “Hijo”, aceptada después por Dios el Padre. Las características de este plan se revelaron en el tiempo de Cristo de la manera siguiente: Hace ahora dos mil años, el “Hijo de Dios”, quien, de manera literal, compartía la eternidad con El, nació de una madre humana. Como “Hijo de Dios” combinó dentro de sí los rasgos perfectos de un ser humano con los de Dios el Padre. Se nos dice que una mujer piadosa y casta llamada María, fue elegida para ser la madre del “Hijo de Dios”. Concibió a Jesús en asociación con Dios. A este respecto, siendo un “Hijo de Dios” literal, Jesús nació sin pecado, aunque de alguna forma retuvo su carácter y entidad humanos. De este modo, se ofreció voluntariamente para llevar la carga de todos los pecados de aquellos seres humanos que creyeran en él y le aceptaran como su salvador. Con este ingenioso recurso, se nos dice, Dios no tuvo que comprometer Su atributo eterno de justicia absoluta.

Recordad que según este modus operandi, el hombre quedaría sin castigo, por muy pecador que fuera. Dios podría aún exigir la retribución al pecador sin comprometer Su sentido de la justicia. La única diferencia entre ésta y la posición anterior, responsa­ble de este cambio dramático, es el hecho de que sería Jesús el castigado y no los hijos e hijas de Adán. Sería el sacrificio de Jesús el que, en último término, se convertiría en instrumento de expiación para los pecados de los hijos de Adán.

Por muy extraña y estrafalaria que parezca esta lógica, es exactamente lo que se manifiesta que ocurrió. Jesús se ofreció voluntariamente y fue, en consecuencia, castigado por pecados que nunca cometió.

El Pecado de Adán y Eva

Re-examinemos la historia de Adán y Eva desde el principio. No hay un solo detalle en la anterior doctrina que pueda ser aceptado por la conciencia y lógica humana.

En primer lugar, se tiene la idea de que, como Adán y Eva pecaron, su progenie se contaminó genéticamente y de forma eterna con el pecado. Contrariamente a esta idea, la ciencia de la genética revela que las acciones y pensamientos humanos, sean buenos o malos, y aunque se practiquen de forma persistente durante la vida de una persona, no se transfieren al sistema genético de la reproducción humana. La vida representa un período demasiado breve para que juegue un papel significa­tivo en la producción de tales profundos cambios. Incluso los vicios de un pueblo, practicados generación tras generación, o las buenas obras, en su caso, no pueden ser transferidos a la progenie como caracteres genéticos. Se necesitarían quizá millones de años para impregnar a los genes humanos de nuevas características.

No sólo esto. Si por extensión absurda e inaceptable de la propia imaginación se puede llegar a concebir un hecho tan estrafalario como el descrito, lo contrario habría de ser aceptado con la misma lógica. Ello supondría que si un pecador se arrepiente y queda limpio al final de una jornada, entonces ese acto debería quedar grabado también en el sistema genético, cancelando de manera efectiva el efecto del pecado previo. Esto no ocurre desde el punto de vista científico, aunque ciertamente hay más lógica en este panorama equilibrado que en la idea de que sólo la propensión al pecado -y no la disposición a hacer el bien- es la que queda codificada genética­men­te.

En segundo lugar, al intentar resolver el problema de Adán proponiendo que el pecado se transfiere genéticamente a las futuras generaciones de Adán, lo único que se consigue es demoler completamente los propios cimientos en los que se basa la doctrina cristiana del “Pecado y Expiación”. Si Dios es absoluta­­mente Justo ¿dónde está el sentido de la justicia, condenando eterna­mente a toda la descendencia de Adán y Eva por un pecado pasajero que sólo ellos cometieron y del que se arrepintieron? Un pecado por el que fueron castigados severamente y expulsados del paraíso en desgracia. ¿Qué tipo de justicia dispensó Dios, que, después de haber más que castigado a Adán y Eva por sus pecados persona­les, no sintió aplacado Su deseo de venganza hasta haber condenado a toda la raza humana a la degradación y el desamparo de tener que nacer como pecadores congénitos? ¿Qué oportunidad tuvieron los hijos de Adán de escapar del pecado? Si unos padres se equivocan ¿Por qué sus hijos han de sufrir eternamente por dicha equivoca­ción?

Si esto fuera así, ¿qué sentido deformado de la justicia afirma Dios poseer y disfrutar, castigando a un pueblo que está predestinado a actuar pecaminosamente por mucho que aborrezca el pecado. Se hace que el pecado forme parte de su mecanismo. No se deja ninguna posibilidad de que un hijo de Adán permanezca inocente. Si el pecado es un crimen, la lógica exigiría que fuera un crimen del Creador y no de la creación, pues de lo contrario ¿qué tipo de justicia puede exigir el castigo del inocente por los crímenes del que los perpetra?

Cuán diferente del entendimiento cristiano del pecado y de sus consecuencias, es la afirmación del Santo Corán, que dice:

(árabe)

Nadie puede llevar la carga de otro (35:19)

(árabe)

Dios no exige a nadie lo que esta fuera de su capacidad.      (2:287)

Comparado con el concepto cristiano del Pecado y la Expiación, estas declaraciones del Santo Corán son música pura para el espíritu.

Volvamos al relato bíblico de lo que realmente ocurrió en el momento del pecado de Adán y Eva y las consecuencias que siguieron al castigo. Según el Génesis, Dios aceptó sólo parcialmente sus disculpas y les condenó a un castigo eterno, prescrito de la siguiente manera:

Y a la mujer le dijo: “Multiplicaré en gran manera los dolores en tus preñeces; con dolor darás a luz los hijos; y tu deseo será para tu marido, y el se enseñoreará de tí”.

Y a Adán le dijo: “Por cuanto obedeciste a la voz de tu mujer, y comiste del árbol de que te mandé diciendo: No comerás de él; maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida. Espinos y cardos te producirá, y comerás plantas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás” (Génesis 3:16-19).

La humanidad existía mucho antes de que nacieran Adán y Eva. Los científicos occidentales han descubierto los restos de varios hombres prehistóricos y los han clasificado con diferentes nombres distintivos. El hombre de Neandertal es quizá el más conocido. Vivieron de 100.000 a 35.000 años atrás, sobre todo en las regiones de Europa, Oriente Próximo y Asia Central. Se ha encontrado el esqueleto de un ser humano completamente desarro­llado que habitó en la tierra cerca de 29.000 años antes de que Adán y Eva comenzaran -según se dice- su breve residencia en el Paraíso. En aquel tiempo, los seres humanos tenían una apariencia física igual que la nuestra y vivían en Europa, Africa y Asia y, posteriormente, durante la Edad de Hielo, se extendieron también a América. También en Australia, la historia cultural auténtica de los aborígenes se puede estudiar hasta 40.000 años atrás.

En comparación con estos datos relativamente recientes, merece la pena destacar el hallazgo de un esqueleto femenino en Hedar, Etiopía, con una antigüedad de 2,9 millones de años. Ahora bien, según la cronología bíblica, Adán y Eva vivieron hace cerca de seis mil años. Uno mira hacia atrás con sorpresa a la historia narrada de los seres humanos, u Homo Sapiens, como se conocen en la jerga científica.

Continúa el Sufrimiento Humano 

Tras leer el relato bíblico de cómo fueron castigados Adán y Eva, uno no deja de preguntarse si el dolor y sufrimiento del parto eran desconocidos para las mujeres hasta el comienzo de la época de Adán y Eva. Sería difícil encontrar a un científico que creyera en tales fantasías. De igual manera poseemos evidencia irrefutable de que el hombre, mucho antes de Adán y Eva, ocupó todos los continentes del mundo, incluso las remotas islas del Pacífico, y que siempre hubo de trabajar duro para sobrevivir. Por tanto, afirmar que Adán y Eva fueron los primeros en cometer un pecado y que, como consecuencia, el parto doloroso de las mujeres fuera el castigo acordado, se demuestra que es erróneo a través del estudio de la vida. Hasta los animales que se encuentran muy por debajo del hombre en la escala de la vida, dan a luz con dolor. Si observamos a una vaca dando a luz a un ternero, vemos que su sufrimiento es similar al de la hembra humana. Muchos de estos animales sabemos que habitaron la tierra millones de años antes que Adán y Eva.

Ganarse la subsistencia con el trabajo es común a todos los hombres, y en absoluto algo que los diferencie. Las mujeres también trabajan para su existencia. Anteriormente, cada especie de vida se ganaba su subsistencia a través del trabajo. Este hecho es la clave motivadora de la evolución de la vida. La lucha por la existencia es quizá la marca distintiva más primaria de la vida y la que la separa del mundo de lo inanimado. Es un fenómeno natural que nada tiene que ver con el pecado.

Si -insistiéndo en el tema- este fuera el castigo prescrito como consecuen­cia del pecado de Adán y Eva, uno se pregunta ¿qué ocurrió tras la Expiación? Si Jesucristo expió por los pecados de los seres humanos pecadores ¿fue el castigo prescrito para el pecado abolido tras la crucifixión? ¿Acaso quienes creyeron en Jesucris­to como “Hijo de Dios”, de entre las mujeres, dejaron de sufrir al dar a luz? ¿Acaso los hombres creyentes comenzaron a ganar su subsistencia sin realizar trabajos manuales? ¿Cesó el traspaso de la propensión al pecado a las futuras generaciones y comenza­ron a nacer niños inocentes? Si la respuesta a todas estas cuestiones fuera “sí”, entonces, desde luego, tendría alguna justificación considerar seriamente la filosofía cristiana del Pecado y la Expiación. Pero ¡ay! la respuesta a todas estas preguntas es no, no y no. Si nada parece haber cambiado desde la Crucifixión tanto en el mundo cristiano como en el no cristiano, ¿cuál es el sentido de la Expiación?.

Incluso después de Jesucristo, el sentido de la justicia común sigue dictando a todos los seres humanos del mundo que si una persona comete una falta, el castigo de dicha falta se ha de aplicar a esa persona y a nadie más. Cada hombre y cada mujer han de sufrir ellos mismos las consecuencias de sus pecados. Los niños nacen siempre inocentes. Si esto no es cierto, entonces el atributo Divino de la Justicia deja de tener ningún sentido.

Nosotros, como musulmanes creemos que todos los libros sagrados se basan en la verdad eterna y que nadie puede afirmar lo contrario. Cuando nos encontramos con inconsistencias y contra­dicciones en algunos de los llamados libros de origen divino, nuestra postura no es rechazarlo o denegarlo totalmente, sino iniciar un examen cauteloso y comprensivo. La mayoría de las afirmaciones del Antiguo y Nuevo Testamento, que encontra­mos en divergencia con la verdad de la naturaleza, intentamos reconci­liarlas buscando algún tipo de mensaje críptico o metafórico, o rechazamos parte del texto considerándolo obra de manos humanas y no de Dios. Siendo el cristianismo auténtico, no podía contener distorsiones, hechos inaceptables o creencias contrarias a la ley natural. Es por esto por lo que no comenzamos por un examen textual sino por los propios fundamentos, que a lo largo de siglos de consenso se han convertido en componentes indiscutibles de la filosofía cristiana. Uno de estos componentes básicos es el entendimiento cristiano del Pecado y la Expiación.

Me inclino decididamente a creer que alguien, en algún período de la historia del cristianismo, entendió erróneamente las cosas y trató de interpretarlas a la luz de su propio conocimiento, extraviando a las siguientes generaciones a causa de ello.

Pecado Heredado

Supongamos hipotéticamente que Adán y Eva pecaran literalmente como lo describe el Antiguo Testamento, y fueran castigados en consecuencia. Tal como sigue la historia, el castigo fue aplicado no sólo a ellos, sino a toda su progenie. Una vez que el castigo fue prescrito y aplicado ¿Dónde estaba la necesidad de que se aplicara otro castigo?. Una vez que una falta ha sido castigada, el tema queda zanjado. Una vez que se ha dictado sentencia, nadie tiene el derecho a añadir más y más castigos de forma continuada. En el caso de Adán y Eva, no es sólo el hecho de que fueran severamente reprendi­dos y más que castigados por el pecado que cometieron, sino que la naturaleza del castigo que fue aplicado a su progenie es más que cuestionable. De ello ya hemos hablado bastante. Lo que deseamos señalar es que se trata de una atroz violación de la justicia absoluta. Ser castigado continuamente por los pecados de nuestros antepasados es incomprensible, pero verse obligado a continuar pecando como consecuencia de un error de un antepasa­do nuestro es simplemente abominable.

Volvamos a las duras realidades de la experiencia humana e intentemos entender la filosofía cristiana del crimen y el castigo en relación con nuestra experiencia cotidiana. Supongamos que se dicta sentencia contra un criminal, que es demasiado dura y cruel en proporción al crimen cometido. Ello conduciría, desde luego, a una reprobación severa y sin paliativos de tal pena despropor­cionada por parte de todo hombre sensato. Considerando este ejemplo, nos resulta muy difícil creer que el castigo impuesto a Adán por su pecado precediera de un Dios Justo. No se trata sólo de un caso con un castigo desproporcionado. Es un castigo que, según el entendimiento cristiano de la conducta Divina, sobrevivió al ámbito de la vida de Adán y Eva y se extendió, generación tras generación, a su progenie. Para la progenie, sufrir el castigo de sus padres supone, en realidad, una extensión de la violación de la justicia por encima de lo imaginable. Pero tampoco estamos hablando de esto ahora. Si tuviéramos la desgracia de observar un juicio en el que un juez actual condenase a los hijos, nietos, bisnietos etc. de un criminal a estar obligados por la ley a continuar pecando y a cometer crímenes, y a ser castigados en consecuencia por ellos, hasta la eternidad ¿Cuál sería la reacción de la sociedad actual, que ha adquirido a través de la civilización un sentido universal de la justicia?

El lector debe recordar que este concepto de pecado heredado es sólo una mala interpretación paulina. No puede ser atribuida, con justicia, a las enseñanzas del Antiguo Testamento. Hay una evidencia abrumadora en sentido contrario en varios de los libros del Antiguo Testamento.

En el siglo quince, Agustín, el Obispo de Hippo, se vio envuelto en una confrontación con el movimiento Pelagiano, en relación a una controversia respecto a la naturaleza del pecado de Adán y Eva. Proclamó que el movimiento Pelagiano era una herejía porque defendía la idea de que el pecado de Adán sólo le afectaba a él y no a toda la raza humana en conjunto; que cada individuo nace libre de pecado y es capaz, por sí mismo, de vivir una vida sin pecado, existiendo personas que consiguieron llevar una vida de esta manera con éxito.

Quienes tenían razón fueron considerados herejes. El día fue denunciado como noche y la noche como el día. La herejía fue verdad y la verdad herejía.

La Transferencia del Pecado

Volvamos a examinar el tema de que Dios no perdona al pecador sin castigarlo porque ello atenta contra Su sentido de la justicia. Uno se horroriza al pensar cómo los cristianos han creído, siglo tras siglo, en algo que está ciertamente fuera del alcance del intelecto humano y es contrario a la conciencia del hombre. ¿Cómo podía Dios en la tierra -o en el Cielo- perdonar a un pecador sólo por el hecho de que una persona inocente se ofreciera voluntaria para aceptar, en su lugar, el castigo? En el instante en que Dios así actuara, violaría los principios más elementales de la justicia. El pecador debe sufrir por sus pecados. Podemos afirmar, en pocas palabras, que una multitud de complejos problemas humanos surgen del hecho de aceptar que el castigo se puede transferir a alguien distinto del que lo comete.

Los teólogos cristianos argumentan que tal transferencia del castigo no viola ningún principio de justicia, debido a que la persona inocente acepta voluntariamente el castigo de las otras personas. ¿Qué diríais del caso de un deudor, preguntan, que se encuentra abrumado por deudas que sobrepasan su capacidad de pago y que encuentra a un filántropo, temeroso de Dios, que decide aliviar su carga pagando por su cuenta a todos los acreedores?. Nosotros responderíamos que ciertamente aplaudiría­mos vivamente tal acto de generosidad inmensa, amabilidad y sacrificio. ¿Pero cuál sería la reacción de la persona que nos plantea esta cuestión, si la deuda a pagar suma trillones de pesetas y aparece de pronto un filántropo que saca una peseta de su bolsillo, pidiendo que se cancele toda la deuda del deudor a cambio de esa generosa peseta ofrecida como sustituta de la deuda? Lo que tenemos en el caso de Jesucristo ofreciéndose a ser castigado por los pecados de toda la humanidad, es aún más grotesco en cuanto a la desproporción. No se trata de un sólo deudor ni de todos los deudores de una generación, sino que hablamos de billones de pecadores nacidos y por nacer que se extienden en el tiempo hasta el Día del Juicio Final.

Pero esto no es todo. Pensar que el delito es comparable al del deudor que debe dinero a alguien es la definición más ingenua del pecado que nunca haya escuchado. Este escenario que así se presenta merece que le dediquemos nuestra atención unas cuantas líneas antes de que volvamos a considerar otros aspectos del delito y el castigo.

Tomemos en consideración el caso de un deudor llamado A, que debe cien mil pesetas a la persona B. Si un filántropo rico, en plena facultad de sus sentidos, de forma sería y genuina desea aliviar de su carga al deudor, la ley corriente requeriría que pagara a B todo lo que la persona A le debe. Imaginemos, en cambio, que el hipotético filántropo suplique que la persona A sea absuelta de su responsabilidad de pago a la persona B, y a cambio, él mismo sea levemente azotado o encarcelado por un período no superior a tres días y tres noches en su lugar. Si esto ocurriera en la vida real sería interesante observar el rostro de estupe­facción del juez y de confusión del pobre acreedor B. Pero el filántropo habría de completar su petición de clemencia. Estipularía además: “Oh mi señor, esto no es todo lo que deseo obtener con mi sacrificio. Solicito que todos los deudores de todo el reino que se encuentren vivos o que hayan de nacer hasta el final de los tiempos sean absueltos de sus obligaciones a cambio de mi sufrimiento de estos tres días y tres noches”. Llegados a este punto todos se quedarían boquiabiertos.

Todos desearíamos proponer a Dios, el Dios Justo, que al menos aquellos a quienes se les ha robado los frutos de su labor, o los ahorros de su vida, sean compensados – cuanto menos en parte-. Pero el Dios cristiano parece ser mucho más generoso y clemente con el criminal que con el inocente que sufre a manos del delincuente. Un extraño sentido de la justicia, ciertamente, que resulta en el perdón de los ladrones, usurpadores, quienes abusan de los niños, los torturadores de inocentes y los que perpetran todo tipo de crueles crímenes contra la humanidad, con tal de que crean en Jesucristo en el momento anterior a su muerte. ¿Qué hay de la deuda incalculable que deben a sus atormentadas víctimas? Unos breves momentos de Jesús en el infierno parecen suficientes para purgarles de sus largas vidas de culpa atroz no castigada, generación tras generación.

El Castigo Continúa Produciéndose

Consideremos ahora una categoría diferente, más grave y seria de delito, cuyas consecuencias la naturaleza humana no admite que puedan ser transferidas. Por ejemplo, alguien sin misericordia, que abusa de un niño e incluso le viola y le mata. La sensibili­dad humana se ve violentada hasta un grado insoportable. Supongamos que tal persona continúa causando un sufrimiento similar o mayor a todos los que viven a su alrededor sin que nunca sea capturado ni llevado a la justicia. Habiendo vivido sin que sus crímenes fueran castigados por manos humanas, la muerte se le acerca pero decide eludir también el castigo mayor del Día del Juicio y, de repente, determina al final, que tiene fe en Jesucristo como su Salvador. ¿Quedarían todos sus pecados reducidos a nada y se le permitiría que entrara en el otro mundo libre de falta como un niño recién nacido?. Quizá el que decide diferir su fe en Jesús hasta el momento de su muerte muestre ser mucho más sabio que aquel que lo hace en una edad temprana de su vida. Siempre existe para este último el peligro de cometer diversos pecados tras su creencia y de caer presa de los malos designios e insinuaciones. ¿Por qué no esperar hasta que la muerte se aproxime dejando poco espacio de tiempo para que el mal os robe la fe en Jesús? Una vida libre para el delito y el placer, aquí en la tierra, y un renacimiento en un estado eterno de redención no es ciertamente mal negocio.

¿Es esta la sabiduría de la justicia que los cristianos atribuyen a Dios? Tal sentido de la justicia o tal tipo de dios es totalmente inaceptable para la conciencia humana, que El Mismo creó, incapaz, por cierto, de discriminar el bien del mal.

Examinando la misma cuestión a la luz de la experiencia humana y del humano entendimiento, poseemos todo el derecho a denunciar esta filosofía por carecer de sentido y fundamento. No tiene sustancia ni es real. La experiencia humana nos enseña que siempre es prerrogativa de quienes sufren a manos de otros el perdonar o no perdonar. A veces, los gobiernos, para celebrar el día de fiesta nacional o, por otros motivos, declaran la amnistía a los criminales sin hacer distinción. Pero eso no justifica en sí mismo el acto de perdonar a aquellos que han hecho un daño irreparable y causado un sufrimiento perpetuo a sus conciudadanos inocentes. Debe recordarse que si el acto del perdón indiscrimi­nado por parte de un gobierno pudiera justificarse por algún motivo, y si ello no es considerado por los teólogos cristianos como un acto de violación del sentido de la justicia ¿por qué no hacen extensiva la misma cortesía a Dios y le conceden a El él derecho de perdonar como y cuando desee? Después de todo es el Soberano Supremo, el Creador y Maestro de todas las cosas. Si El perdona a alguien por cualquier crimen que haya podido cometer contra los seres humanos, el mismo Maestro Supremo tiene poder ilimitado para compensar al agraviado de forma tan generosa que le haga sentir perfectamente satisfecho con Su decisión. Siendo esto así ¿dónde está la necesidad del sacrificio de Su “Hijo” inocente? Esta idea constituye una burla de la justicia. Nacemos en sintonía con los atributos de Dios. El así lo declara en la Santa Biblia:

Luego Dios dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” (Génesis 1:26)

Hablando del mismo tema en el Sagrado Corán El dice:

(árabe)

Y siguen la naturaleza creada por Al-lah: la naturaleza de la que ha creado a la humanidad (30:31)

Este principio, común por igual a los cristianos y musulmanes, implica que la conciencia humana es el mejor espejo reflectante de la conducta de Dios en una situación dada. Es un asunto de experiencia diaria entre nosotros el hecho de que muchas veces perdonamos sin que violemos en lo más mínimo el sentido de la justicia. Si nos perjudican a nivel personal, en lo que se refiere al delito cometido contra nosotros, podemos extender el perdón hasta cualquier medida. Si un niño lastima a sus padres mostrándose desobediente o causando daño a un objeto valioso del hogar, o creándoles mala fama, se puede afirmar que ha faltado contra ellos. Sus padres le pueden, no obstante, perdonar, sin que su conciencia les acuse de haber violado el sentido de la justicia. Pero si su hijo destruye la propiedad del vecino, o hiere al hijo de otra familia ¿Cómo podrían tomar la decisión de perdonar al niño del sufrimiento que ha causado a otros? Sería considerado como un acto de injusticia hacer esto, incluso desde el punto de vista de sus propias conciencias.

El crimen y el castigo tienen la misma relación que la causa y el efecto, y han de ser proporcionados en su medida. Este aspecto de la relación entre el crimen y el castigo ya lo hemos comentado con algún detalle al poner el ejemplo de la mala conducta financiera de un hombre respecto a otro. El mismo argumento es aplicable con mayor severidad a otros crímenes como las lesiones, las mutilaciones o el asesinato de inocentes o la violación del honor por cualquier medio. Cuanto mayor sea la enormidad del crimen, más severa habría de ser la naturaleza y duración del castigo. Si Dios puede perdonar a todos y cada uno, como yo creo que El y sólo El puede hacer, entonces la cuestión de la Expiación a cambio del castigo de una persona inocente no tiene ninguna cabida. Si, en cambio, se trata de la cuestión de la transferen­cia del castigo de un criminal a una persona inocente que ha optado por esta medida, entonces la justicia exigiría ciertamente que el castigo fuera aplicado íntegramente al primero, sin mitigarlo lo más mínimo. Ya hemos comentado bastante este aspecto.

¿Creen los cristianos que este dictado de justicia fue aplicado en el caso de Jesús el “Hijo”, por Dios, el Padre? De ser así, significa que todo el castigo merecido por todos los criminales del mundo cristiano nacidos en el tiempo de Cristo o incluso después, hasta el Día del Juicio, fue amasado, concentrado y condensado a una intensidad infernal de tal magnitud que el sufrimiento de Jesús por sólo tres días y tres noches igualó la tortura de todo el castigo que los anteriormente mencionados pecadores habían merecido o habrían de merecer hasta el último día. De ser así, ningún cristiano debería ser castigado en la tierra por ningún gobierno cristiano. De otra manera, ello equivaldría a un acto de gran injusticia. Todo lo que los tribunales de justicia deberían hacer tras leer el veredicto de “culpable”, sería pedir al delincuente cristiano que rezara a Jesús “el Hijo” para que lo salvara, y el asunto debiera quedar finalizado y cerrado en ese momento. Se trataría de un caso simple de transferencia de la cuenta del criminal a la de Jesucristo.

A modo de ejemplo, tomemos el ejemplo de Estados Unidos en consideración y fijémonos en la situación del crimen en ese país. Los asaltos y asesinatos son tan frecuentes y extensos que es difícil llevar cuenta de su número. Recuerdo que, en una ocasión que visité Nueva York, sintonicé una estación de radio que estaba dedicada exclusivamente a informar del crimen en la capital. Era una experiencia horrorosa escuchar los informes y no pude aguantar más de media hora de escucha. Cada cinco minutos, aproximadamente, se cometía un nuevo crimen en América que se podía escuchar por la emisora, en ocasiones con una cobertura angustiosa por parte de los periodistas que eran testigos del homicidio en curso. No es nuestra intención presentar una imagen detallada del crimen en América, pero es de común conocimiento que hoy día América está a la cabeza de la lista de países donde todo tipo de crimen es habitual, de forma particular en ciudades como Chicago, Nueva York y Washington. En Nueva York el asalto es algo habitual así como la mutilación de las víctimas inocentes que se atreven a resistirse. Estos acontecimientos cotidianos crean una odiosa imagen de muertes y daños corporales a cambio de un provecho miserable.

Dejando a un lado, de momento, la tendencia creciente a la criminalidad en todo el mundo, y pensando sólo en el caso de América, uno no deja de sorprenderse ante la relación entre el concepto cristiano del Pecado y la Expiación y los crímenes come­tidos diariamente.

Por muy alejados que se encuentren de los valores cristianos en la práctica, al menos cuentan entre su mérito creer en la doctrina cristiana del Pecado y la Redención así como en Cristo como su Salvador -¡hasta que punto!-. La mayoría de los crimina­les en América, desde luego, son de procedencia cristiana (aunque los musulmanes y otros no son excepción). Sólo porque todos esos criminales, que pertenecen al cristianismo y creen en el supuesto sacrificio voluntario de Jesucristo por los creyentes pecadores ¿serán todos perdonados por Dios? Si es así ¿de qué manera? Al final, un porcentaje considerable de ellos serán capturados y castigados por la ley de la tierra, pero aún así un número importante permanecerán sin ser detenidos o serán castigados sólo por una parte de los crímenes que han cometido a lo largo de muchos años.

¿Qué ofrecerá el cristianismo a aquellos que son castigados por la ley, y qué prometerá a quienes quedan sin ser detenidos aquí en la tierra? ¿Serán castigados ambos en diverso grado o serán castigados indiscriminadamente?

Otro dilema relativo a la redención de un criminal a causa de su fe en Jesucristo surge de una situación menos clara e indefinida. Si, por ejemplo, un cristiano comete un crimen contra una víctima inocente no-cristiana, será desde luego perdonado debido a las bendiciones de su fe en Jesús. El castigo de su crimen será entonces transferido a la cuenta de Jesús en su lugar. Pero ¿cuál será el resultado de cuentas de la pobre e inocente víctima no cristiana? Pobre Jesús y pobre víctima, ambos castigados por un crimen que no cometieron.

Las facultades propias se acaban confundiendo si tratamos de imaginar la enormidad de los crímenes cometidos por la humanidad desde los albores del cristianismo hasta el tiempo en el que el sol de la existencia se extinga para la vida humana. ¿Todos estos crímenes han sido transferidos a la cuenta de Jesucristo -la paz y bendiciones de Dios sean con él-? ¿Han sido todos estos crímenes correspondidos en el pequeño espacio de tres días y tres noches en los que se supone que Jesús sufrió? Uno se sigue preguntando aún como es posible que el vasto océano de criminales tan intensamente amargado por el veneno mortal del crimen, pueda volverse dulce y limpio por completo de los efectos de dichos crímenes por el mero acto de su creencia en Jesús. De la misma manera, los pensamientos se dirigen al pasado remoto, en el que el pobre Adán y Eva cometieron ingenuamente su primer delito porque fueron engañados astutamente por Satanás. ¿Por qué su pecado no fue limpiado? ¿No tenían acaso fe en Dios? ¿Era un acto menor de bondad tener fe en Dios Padre, y era culpa suya que nunca hubieran oído hablar de un “Hijo” que vivía eternamente con el Padre? ¿Por qué el “Hijo Divino” no tuvo lástima de ellos y suplicó a Dios Padre que le castigará a él por sus delitos en lugar de a ellos? ¡Cuánto desearía uno que así hubiera ocurrido! Hubiera sido más fácil ser castigado sólo por aquel momento de pecado de Adán y Eva. La historia entera de la humanidad se habría reescrito ciertamente de nuevo en el libro del destino. Una tierra celestial se habría creado en lugar de la presente y Adán y Eva no habrían sido expulsados eternamente del Paraíso junto con su incontable e infeliz progenie. Únicamente Jesús habría sido expulsado del Cielo por sólo tres días y tres noches y esto hubiera sido todo. Por desgracia, ni Dios Padre ni Jesús pensaron en ello. Mirad como la realidad amada y santa de Jesús es, desdichadamente, transformada en un mito estrafalario e increíble.

Justicia y Perdón

La filosofía cristiana del Crimen y el Castigo no sólo es extremadamente confusa para el intelecto humano simple y libre de prejuicios, sino que también hace surgir muchas otras preguntas importantes que no son menos confusas. La relación entre la justicia y el perdón, tal como sostiene la filosofía cristiana de la Expiación, intenta explicar por qué Dios Mismo no podía perdonar. Deriva, por completo, de un concepto erróneo y arbitrario de la justicia, que dá por sentado que la justicia y el perdón no pueden ir de la mano. De ser así ¿por qué el Nuevo Testamento hace tanto énfasis en el perdón cuando se discute la cuestión de las relaciones humanas? No he leído nunca en una escritura divina perteneciente a alguna religión, una enseñanza que se incline tanto de un lado, e insista tanto en el papel del perdón. Qué contraste tan fantástico con el énfasis tradicional en la justicia que encontramos en las enseñanzas judaicas: ojo por ojo, diente por diente. Justicia pura, simple y sin paliati­vos. ¡Que salida tan dramática de este principio a la enseñanza cristiana de ofrecer la otra mejilla si te abofetean en una de ellas! ¿Quién dió esta última enseñanza que va en contra de las primeras instrucciones de la Torá? ¿Era la primera enseñanza de la Torá -uno se pregunta- una enseñanza de Dios Padre, contraria a la diametralmente opuesta del Nuevo Testamen­to, enseñada por Cristo, el “Hijo Divino”? De ser así ¿por qué el “Hijo Divino” difería tan drásticamente de su Padre? ¿Debería considerarse este conflicto como un defecto genético, un cambio evolutivo, o era acaso esta actitud cristiana de absoluto perdón -opuesta completa­mente al énfasis judío en la venganza- un ejemplo de cambio de rostro por parte de Dios Padre? Parece como si verdaderamente se arre­pintiera de lo que enseñó a Moisés y al Pueblo del Libro, y desease, anhelante, reparar Su propio error.

Como musulmanes, observamos este cambio fundamental en lo que se señala, sin advertir contradicción, porque creemos en un Dios que combina en Sí ambos atributos de justicia y perdón, sin que exista ningún conflicto interno entre los dos atributos. Entendemos el cambio de las enseñanzas judaicas a las de Jesús, no como una medida correctiva de dichas enseñanzas, sino de su errónea aplicación por parte de los judíos. Para nosotros, Dios no es sólo Justo sino también Perdonador, Misericordioso y Beneficiente. Si El así lo desea, no necesita ninguna ayuda externa para perdonar al pecador.

Pero desde el punto de vista cristiano, el problema adquiere proporciones gigantescas. El Dios de la Torá (Antiguo  Testamento) aparece como un Dios que sólo conoce la justicia y no tiene sentido de la compasión o la misericordia. En apariencia, era incapaz de perdonar por mucho que quería hacerlo. He aquí que, de pronto, viene en su ayuda “Dios Hijo” y le libra de Su dilema infernal. El “Hijo” aparece como “Todo-Compasión” en contraposi­ción al Padre “Todo-Venganza”. La conciencia humana se ve perturbada no solo por esta visión absurda del “Hijo”, sino por la cuestión -que surge de nuevo- de contradicción en los caracte­res de ambos. Jesús no aparenta ser un verdadero hijo de su Padre. ¿Un error genético quizás?

Otra importante parcela de estudio es la relativa a la actitud de las demás religiones del mundo hacia el pecado y sus conse­cuencias. El cristianismo no es, por supuesto, la única religión revelada. En número, los no-cristianos exceden ampliamente en número a los cristianos. Miles de años de la historia conocida del hombre, antes de que viniera Jesucristo, vieron nacer y arraigarse a diversas religiones en diversos suelos humanos y en varias partes del mundo. ¿Hablaron alguna vez esas religiones de una filosofía del perdón relacionada siquiera remotamente con el dogma cristiano de la Expiación? ¿Cuál es su concepto de Dios, o de dioses, si han empezado ahora a creer en varios? ¿Cuál es su idea de la actitud de Dios hacia la humanidad pecadora?

Entre el grupo de estas religiones, la más cercana al cristianis­mo en este aspecto es, quizá, el hinduismo; aunque sólo parcial­mente. Los hindúes también creen en un Dios Absolutamente Justo, cuyo sentido de la justicia exige que deba castigar de algún modo a todo el que perpetra una falta. Pero la semejanza acaba aquí. No hay mención remota de un “Hijo Divino” que asuma todas las consecuencias de todo el conjunto de pecadores sobre sus hombros. Por el contrario, se nos habla de una cadena sin fin de crimen y castigo en un círculo ilimitado de reencarnaciones del alma dentro de la carne animal. La expiación sólo se hace accesible después de varios episodios en los que el alma reencarnada sufre el castigo, en exacta concordancia con la suma total de los crímenes que cometió durante sus experien­cias predestina­das de reencarnación. A algunos les sonará extraño e inaudito, pero al menos existe en esta filosofía cierto grado de justicia implíci­ta. Una simetría y una balanza que se hallan en plena armonía con el concepto de justicia absoluta.

Dejando a un lado el hinduismo y otras religiones que también creen en la filosofía de la reencarnación con todas sus compleji­dades de causa y efecto ¿cuál es el papel del perdón por parte de Dios en las demás religiones mayores y menores del mundo? Todas estas religiones y más de mil millones de fieles de religiones tales como el hinduismo ignoran por completo y no tienen noción alguna del mito de la Expiación. Es algo verdadera­mente sorprendente. ¿Quién estaba en comunión con la humanidad en la otra parte de su historia? De no ser Dios Padre, como en la doctrina cristiana, ¿eran todos los líderes religiosos del mundo, salvo Jesús, discípulos del diablo? Y ¿dónde estaba Dios Padre? ¿Por qué no vino al rescate cuando el resto de la humanidad estaba siendo extraviada por el demonio en nombre Suyo? ¿Acaso era el resto de la humanidad creación de otro ser distinto del así-llamado Dios Padre? ¿Por qué fueron tratados como hijastros y abandonados al influjo cruel del diablo?

Prestemos nuestra atención a este tema considerándolo desde la experiencia humana corriente. Puede evidenciarse que el perdón y la justicia se hallan en equilibrio y pueden coexistir sin que se contradigan necesariamente entre sí. A veces la justicia exige que el perdón sea ampliado y, en ocasiones, exige que el perdón sea restringido o retirado. Si se perdona a un niño y se le anima así para que cometa más faltas, el perdón se convierte entonces en un casi-delito y atenta contra el sentido de la justicia. Si se perdona a un criminal, con la consecuencia de que acaba cometiendo más actos delictivos, y generando sufrimiento en su entorno, envalentonado por el susodicho acto de perdón, este acto atenta, sin duda, contra los dictados de la justicia y supone una crueldad hacia los ciudada­nos inocentes. Hay incontables criminales de este tipo que se ven cubiertos por la expiación de Jesús. Esto es, por sí, contrario a la justicia. En cambio, si, por ejemplo, un niño se arrepiente y la madre está convencida de que no repetirá la misma falta, entonces, castigar al niño atentaría contra el sentido de la justicia. Cuando la persona arrepen­tida sufre, ello constituye “per se” un sufrimien­to que en algunos casos excede a un castigo impuesto desde fuera. La gente que posee una conciencia viva siempre sufre después de cometer una falta. En consecuencia, el efecto acumulado de los remordimien­tos llega a un punto en el que Dios tiene lástima de este siervo Suyo débil, vacilante y arrepentido. Esta es la lección en la relación entre la justicia y el perdón, que tanto la gente de gran intelecto como la de ordinario entendi­miento extraen por igual de la experiencia humana universal. Es hora de que los cristianos despierten de su letargo que les hace aceptar el dogma cristiano sin cuestionarse para nada su dudosa sabidu­ría.

Si examinaran de nuevo la doctrina cristiana a la luz del sentido y entendimiento comunes, podrían seguir siendo buenos cristianos practicantes pero de un tipo distinto y más realista. Creerían más aún, con mayor amor y dedicación, en la realidad humana de Cristo, en contraposición a un Cristo quimérico e irreal como una ficción. La grandeza de Cristo no radica en su leyenda sino en el sacrificio supremo que hizo como hombre y como mensajero. Un sacrificio que conmueve mucho más profunda y poderosamente al corazón que el mito de su muerte sobre la cruz y su resurgimiento de los muertos tras haber pasado unas cuantas horas terribles en el infierno.

Imposibilidad de que Jesús Pudiera Expiar.

Por último aunque no menos importante ¿Cómo pudo Jesús haber nacido inocente cuando resulta que tuvo una madre humana? Si el pecado de Adán y Eva hubo contaminado toda la progenie de esta

pareja desgraciada, entonces, como consecuencia natural, todos los hijos varones y hembras debieron heredar la misma propensión genética a pecar. Las mujeres quizá aún más, porque fue Eva la que -como instrumento de Satanás- sedujo a Adán y por lo tanto, la responsabilidad del pecado recae más de lleno en los hombros de Eva que en los de Adán. En el caso de del nacimiento de Cristo, fue obviamente una hija de Eva la que contribuyó con mayor fracción. La cuestión que surge con fuerza es la de si Jesús heredó algún gen que portara los cromosomas de su madre humana o no. Si así sucedió, era entonces imposible que se escapara del inexora­ble pe­cado heredado. Si no heredó tampoco ningún cromosoma de su madre, entonces tal nacimiento habría sido, sin duda, doblemen­te milagroso. Sólo un milagro podría generar a un hijo que no pertenece ni a su padre ni a su madre. Lo que permanece como incomprensible es por qué los cromosomas propor­cionados por Eva no acarrearon la tendencia innata al pecado al niño Jesús. Imaginemos que a pesar de todo así hubiera ocurrido, y que Jesús poseía la inocencia necesaria para portar los pecados de la humanidad, con la sóla condición de que creyeran en él. Surgiría entonces otro problema: ¿Que ocurrió -podría uno preguntarse- con la progenie de Adán y Eva que murió antes de que surgiera el cristianismo? Miles de millones de ellos se dispersaron por los cinco continentes del mundo, generación tras generación. Debieron de vivir y morir sin esperanza, sin siquiera tener la posibilidad de escuchar nunca acerca de Cristo, su Salvador, que todavía no había nacido. De hecho, toda la humanidad comprendida entre Adán y Cristo parece ciertamente condenada para siempre. ¿Por qué no se les concedió la más remota posibilidad de ser perdonados? ¿Serían perdonados retrospectiva­mente por Jesucristo? ¿Por qué, si es que así fuera?

En otras partes del mundo, mucho más grandes, en proporción, que la pequeña tierra de Judea, donde la gente nunca oyó hablar del cristianismo, incluso durante la misma vida de Jesús, ¿qué destino les aguarda? Ellos nunca creyeron, ni pudieron creer en la “Filiación” de Jesucristo. ¿Serán castigadas o perdonadas sus faltas? Si son perdonadas ¿por qué razón? Si son castigadas ¿por qué lógica? ¿qué oportunidades tuvieron? Se encontraron totalmen­te indefensos. ¡Qué sentido tan deformado de la justicia absoluta!

Sacrificio No Deseado

Volvamos al acto mismo de la Crucifixión. Aquí nos vemos confrontados con otro dilema insoluble. Jesús, tal como se nos dice insistentemente, se ofreció a sí mismo voluntario ante Dios Padre y se convirtió así en cabeza de turco por los pecados de toda la humanidad, a cambio, por supuesto, de que creyeran en él. Pero cuando el momento de aceptación de su deseo se le acerca y, finalmente, la luz trémula de la esperanza para la humanidad pecadora comienza a aparecer, como la luz del alba de un nuevo día, y miramos a Jesús, esperando observar su alegría, su felicidad y su éxtasis en ese momento emocionante de la historia humana, nos quedamos profundamente decepcionados y manifiestamen­te desilusionados. En lugar de encontrar a un Jesús impaciente que espera la hora del júbilo, hallamos a un Jesús que llora y que suplica a Dios Padre que aleje de él la copa amarga de la muerte. Reprocha severamente a uno de sus discípulos cuando le sorprende medio dormido tras pasar un día tan largo y fatídico, sufriendo a lo largo de una noche oscura y triste que trajo el infortunio para él y para su santo maestro. El relato bíblico de este incidente relata lo siguiente:

Entonces llegó Jesús con ellos a un lugar que se llama Getsemaní, y dijo a sus discípulos: “Sentáos aquí, entre tanto que voy allí y rezo”. Y tomando a Pedro, y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a entristecerse y a angustiarse en gran manera. Entonces Jesús les dijo: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedáos aquí y velad conmigo”. Yendo un poco adelante, se postró sobre su rostro, orando y diciendo: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú quieras”.

Vino luego a sus discípulos, y los halló durmiendo, y dijo a Pedro: “¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?”. “Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil”.

Otra vez fue, y oró por segunda vez diciendo: “Padre mío, si no puede pasar de mí esta copa sin que yo la beba, hágase tu voluntad”. Vino otra vez y los halló durmiendo, porque los ojos de ellos estaban cargados de sueño. Y dejándolos, se fue de nuevo, y rezó por tercera vez, diciendo las mismas palabras. (Mateo 26:36-44)

Sin duda que, a medida que el relato cristiano se va desvelando, ni las oraciones y ni las súplicas de Jesús ni las de sus discípulos fueron aceptadas por Dios Padre y, no dispuesto del todo, y a pesar de sus fuertes protestas, fue finalmente crucifi­cado. ¿Era él la misma persona, el mismo príncipe de inocencia y parangón de sacrificio que tan valientemente se ofreció a sí mismo para llevar la carga de todos los pecados de la humanidad sobre sus hombros, o se trataba de una persona diferente? Su conducta, tanto a la hora de la crucifixión como durante la crucifixión, arroja espesas sombras de duda, bien sobre la identidad de Jesucristo, o bien sobre la verdad del mito que gira sobre su personalidad. Pero dejemos esto para más tarde. Volvamos a nuestro examen crítico donde lo dejamos.

Otras cuestiones que nacen del último grito de agonía de Jesucristo son las siguientes: ¿Quién profirió esas palabras profundamente patéticas y conmovedoras? ¿Era Jesús-hombre o Jesús “el Hijo”? Si se trataba de Jesús-hombre el que fue abandonado, ¿por quién fue abandonado? ¿y por qué? Si aceptamos esta opción, habría que dar por hecho también que, hasta el final, Jesús-hombre conservaba una identidad única independiente que podía pensar y sentir libre e individualmente. ¿Murió acaso en el momento de partir el espíritu de Jesús el “Hijo de Dios” del cuerpo del hombre que había ocupado? Si fue así ¿por qué y cuándo? Si fue así y fue el cuerpo del hombre el que murió después de que el alma de Dios lo abandonara, surgiría la cuestión de quién fue revivido del muerto cuando el espíritu de Dios revisitó el mismo cuerpo más tarde.

De nuevo, esta alternativa nos llevaría a creer que no era Jesús el “Hijo” el que sufría sino que fue la persona de Jesús-hombre la que gritó con agonía y que era ella la que sufría mientras que Jesús el “Hijo” parecía estar en situación de total indife­rencia y apatía. Cómo entonces podía justificar la afirmación de que era él, el “Hijo” el que sufrió por la causa de la humanidad y no el hombre que había en él.

La otra opción consiste en que supongamos que era Jesús el “Hijo” el que gritó, mientras que el hombre que había en él, quizá esperanzado de empezar una nueva vida por sí mismo, observaba con inquietud cómo junto con el sacrificio de Jesús el “Hijo”, él, Jesús-hombre habría de ser sacrificado -tanto si le gustaba como si no- en el altar de su inocente partícipe. Qué sentido de la justicia pudo haber motivado a Dios a matar dos pájaros de un tiro, constituye quizá otro nuevo misterio.

Si se trataba de Jesús el “Hijo”, y era él de acuerdo con el consenso general de las iglesias cristianas, entonces, la segunda cuestión que surge de la respuesta de la primera, concierne a la identidad del segundo grupo implicado en el monólogo de Jesús (Mateo 26:39,42). Tenemos dos alternativas abiertas:

Una, que el “Hijo” se estaba dirigiendo al Padre, quejándose de que se le abandonaba en el momento de necesidad. Ello nos conduce inequívocamente a creer que existían dos personas diferentes que no coexistían en una personalidad única mutuamente fundida, que participara por igual en todos los atributos y los pusiera en funcionamiento de forma simultánea y compartida. Una aparece como árbitro supremo, el todo poderoso poseedor de la facultad última de la toma de decisiones. La otra, el pobre “Hijo” parece estar privado totalmente, o quizá temporalmente desposeído, de todos los caracteres dominantes que su Padre disfrutaba. El punto central que debe ser tenido en cuenta es el hecho de que sus voluntades y deseos opuestos no aparecen en ninguna parte tan reñidos y en desa­cuerdo entre sí como lo estuvieron durante el último acto del drama de la Crucifixión.

La segunda cuestión es si estas dos personas distintas, con pensamientos individuales, valores individuales y capacidades individuales, sentirían dolor y agonía si fueran realmente “dos en uno” y “uno en dos”. Otra cuestión así requeriría diálogos muy prolongados entre teólogos respecto a la posibilidad de que Dios sea capaz de sufrir dolor y castigo. De ser así, sólo la mitad de Dios sufriría mientras que la otra mitad sería incapaz de hacerlo por designio u obligación de Su naturale­za. A medida que continuamos adentrándonos en el oscuro mundo de esta filosofía retorcida, la luz comienza a debilitarse cada vez más y no encontramos más que confusión sobre confusión.

Otro problema es ¿a quién se dirigía Jesucristo si resulta que él mismo era Dios? Cuando se dirigía al padre, él mismo consti­tuía una parte inseparable del Padre, según se nos dice. ¿Qué era lo que decía y a quién? Esta cuestión debe ser respondida con la conciencia libre, sin recurrir al dogma. Sólo se convierte en dogma cuando no puede explicarse en términos humanos. Según la declaración bíblica, cuando Jesús estaba a punto de abandonar el espíritu, gritó, dirigiéndose a Dios Padre: “¿Por qué me has abandonado?” ¿Quién abandonó a quién? ¿Hubo Dios abandonado a Dios?.

¿Quien Fue Sacrificado?

El otro problema del que hemos de tomar nota es que Jesús-hombre no fue castigado, ni por ninguna lógica debería haber sido castigado, puesto que nunca optó por cargar con los pecados de la humanidad. Este elemento nuevo que entra en el debate, nos conduce a una situación peculiar que no hemos considerado anteriormente. Uno se ve obligado a pensar en la relación entre Jesús el hombre con la propensión heredada a cometer el pecado, común a toda la progenie de Adán y Eva. Como mucho uno puede llegar a creer que, en la dualidad del “Hijo Divino” y el hombre que ocupaba el mismo cuerpo, sólo el “Hijo Divino” era inocente.

Pero ¿qué hay del hombre que vivía al lado de él? ¿También nació de genes y caracteres proporcionados por Dios?. Si fue así, entonces debió portarse como el divino-en-Jesús, no siendo aceptable que fuera remiso en esto o en aquello, con la disculpa de que así actuaba porque era un hombre. Si no había nada de Dios en él, es decir, en Jesús el hombre, debemos admitir que era simplemente un ser humano ordinario, quizás medio ser humano. Sin embargo, este ser humano amalgamado con Jesús, había de ser suficientemente humano para heredar la disposición al pecado. Y si no era así ¿por qué no lo era?

Obviamente no tiene sentido decir que, siendo un hombre separado claramente de su socio divino, debió haber pecado independiente­mente, recayendo la responsabilidad entera de la falta sobre sus hombros humanos. Este escenario no quedaría completo sin presentar a Jesús el “Hijo de Dios” muriendo, no tan desinteresa­damente, por cierto, por la causa de la humanidad, sino más preocupado, en primera instancia, por su medio hermano, el hombre que tenía dentro.

Todo esto es extremadamente difícil, si no imposible, de digerir intelectualmente. Sin embargo, desde nuestro punto de vista no hay ningún problema. Fue la inocente persona de Jesús el hombre, sin ninguna dualidad existente en él, el que profirió este grito de sorpresa y agonía.

El Dilema de Jesús

Permítanme aclararles una vez más que yo creo en Jesús y le tengo un profundo respeto como un mensajero de Dios, que hizo sacrifi­cios extraordinarios. Entiendo que Jesús fue un hombre santo, que pasó por un período de grandes pruebas. Sin embargo, a medida que la narración de la crucifixión se desvela y la estudiamos con detalle, no nos queda otra alternativa que creer que Jesús no se ofreció voluntariamente a morir sobre la cruz. La noche anterior al día en que sus enemigos intentaron matarle mediante la crucifixión, le escuchamos rezar durante toda la noche, junto con sus discípulos, porque la verdad de su misión  estaba en juego. Se afirma en el Antiguo Testamento que todo impostor que atribuye cosas a Dios que El nunca ha dicho, debía ser colgado de un árbol y abandonado a una muerte maldita.

Pero el profeta que presume hablar en mi nombre algo que Yo no le ordenado que diga, o el profeta que hable en nombre de otros dioses, debe ser condenado a morir (Deuteronomio 18:20)

Y si un hombre comete un crimen cuyo castigo es la muerte y es condenado a muerte, y lo colgáis de un árbol, su cuerpo no habrá de permanecer toda la noche sobre el árbol, sino que lo enterra­réis el mismo día, porque el hombre colgado es maldición de Dios (Deuteronomio 21:22-23)

Jesús sabía que si ocurriera esto, los judíos lo celebrarían con júbilo y proclamarían que él era un impostor cuyas falsedad habría quedado finalmente probada, sin sombra de duda, por la autoridad de las Escrituras divinas. Esta era la razón por la que estaba ansioso de escapar del cáliz amargo de la muerte; no era por cobardía sino por temor a que su gente llegara a conclusiones erróneas y no aceptasen su verdad si moría en la cruz. Durante toda la noche rezó de forma tan lastimosa y con tal devoción, que leer el relato de su agonía y sufrimiento es desgarrador para el corazón. Pero a medida que este drama de la vida real va llegando al final, el clímax de su angustia, abatimiento e indefensión queda expresado en su totalidad en su último grito: “Eloi, Eloi, lama sabachtani”, que significa “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mateo 27:46),

Debe observarse que no era sólo la agonía lo que expresaba este lamento, sino que, obviamente, había un elemento de sorpresa entremezclado que rayaba en el horror. Después de que volviera a la consciencia, con la ayuda de algunos de sus dedicados discípulos, los cuales aplicaron un ungüento a sus heridas que habían preparado antes de la crucifixión y que contenía todos los ingredientes necesarios para mitigar el dolor y curar las lesiones, debió sentirse tan maravillosa y felizmente sorprendido, y su fe en un Dios verdaderamente amante tan revitalizada y reintegrada, que rara vez el hombre habrá experimentado tanta intensidad e inmensidad.

El hecho de que el ungüento fuera preparado de antemano constitu­ye una gran prueba de que los discípulos de Jesús esperaban ciertamente que fuera liberado vivo de la cruz, y en necesidad acuciante de tratamiento médico.

De lo anteriormente expuesto, queda confortablemente claro que el concepto del Pecado Heredado y el de la Crucifixión, se basan únicamente en las conjeturas y espejismos de los teólogos cristianos de un período posterior. Muy probablemente nacieron a partir de mitos pre-cristianos de naturaleza similar, los cuales, cuando fueron aplicados a las circunstancias de Jesucris­to, les tentaron a buscar similitudes entre los dos y a crear un mito semejante. Sin embargo, sea cual sea el misterio o paradoja, tal como lo vemos, no hay evidencia alguna de que la filosofía cristiana del Pecado y la Expiación se base en algo que Jesús hubiera dicho, hecho o enseñado. Nunca pudo él predicar algo tan contrario y tan diametralmente opuesto al intelecto humano.

¿Sufrió, Acaso, Dios Padre También?

Volviendo a la naturaleza del “Hijo”, no podemos creer que fuera arrojado al Fuego del Infierno, ya que ello supondría una contradicción interna consigo mismo. Consideremos el concepto básico del cristianismo. Se dice que Dios y el “Hijo” son dos personas pero de la misma naturaleza y esencia. Es imposible que uno pruebe una experiencia sin que el otro no participe de ella. ¿Cómo podríamos creer que un aspecto de Dios, el “Hijo”, sufriera el tormento, mientras que Dios, el Padre permanecía ileso? Si no sufrió, ello equivaldría a romper la Unidad de Dios. Tres personas en una se hace aún más inconcebible, puesto que las experiencias de cada constituyente de la Trinidad han resultado ser tan dispares y alejadas unas de otras, que resulta imposible que un Dios este en medio del fuego rugiente del infierno, y que, al mismo tiempo el otro permanezca perfectamente a distancia y sin ser tocado. Los cristianos de hoy no tienen otra elección que, o bien sacrificar la Unidad de Dios y creer en tres dioses diferentes, igual que los paganos de la época pre-cristiana tales como los romanos o los griegos, o permanecer fieles a si mismos y creer que Dios es uno y, como tal, dos aspectos del mismo no pueden adoptar estados contradictorios. Cuando sufre un niño, es imposible que su madre permanezca calmada e impasible. Ella sufre necesariamente, y, a veces, más que el propio niño. ¿Qué ocurría con Dios Padre cuando hizo que Su “Hijo” sufriera la agonía de permanecer tres días en el Infierno? ¿Qué ocurrió con Dios “Hijo”? ¿Se dividió en dos personas, con dos formas y esencias? ¿Una forma sufriendo en el Infierno y la otra completamente fuera del mismo, sin sufrir lo más mínimo? Si Dios Padre estaba sufriendo en aquel momento, ¿dónde estaba la necesidad de crear al “Hijo”, cuando El mismo podía sufrir? Por lo tanto esta es una cuestión muy directa ¿Por qué no sufrió por El Mismo? ¿Por qué trazar un plan tan dificultoso para resolver el problema del perdón?

El Castigo del Fuego

En este punto debemos examinar con más detenimiento la cuestión del infierno en el que, según la doctrina cristiana, Jesús fue confinado. ¿Qué tipo de infierno era? ¿acaso era el mismo que describe el Nuevo Testamento, que dice:

El Hijo del Hombre enviará a sus ángeles, y recogerán de su reino a todos los que sirven de tropiezo, y a todos los que hacen iniquidad, y los echarán en el horno de fuego; allí será el lloro y el crujir de dientes.(Mateo 13:41-42)

Antes de que prosigamos, ha de quedar claro lo que el Nuevo Testamento quiere decir con el castigo del fuego o el castigo del infierno. ¿Es el fuego que quema el alma o es el fuego carnal que consume el cuerpo y en consecuencia tortura el alma? ¿Creen los cristianos que, tras la muerte, volveremos al mismo cuerpo que el alma abandonó para que se desintegrara en tierra y cenizas, o existirá un cuerpo nuevo creado para cada alma y la persona resurrecta experimentará una especie de reencarnación?

Si se trata de un fuego carnal y de un castigo corporal, hemos de extender nuestra imaginación hasta el límite de su paciencia para entender lo que pudo haber ocurrido en el caso de Jesucris­to. Antes de ser sometido al Fuego ¿fue su alma hecha de nuevo prisionera en el cuerpo del hombre que le sirvió de guarida durante su vida en la tierra, o fue hecho descender de alguna manera a un cuerpo astral? Si hubiera ocurrido esto último, tal cuerpo astral habría estado fuera del alcance del fuego carnal, incapaz de chamuscarlo, castigarlo o destruirlo. Por otra parte, si aceptamos la perspectiva de que el cuerpo del hombre que ocupaba fuera reconstruido para Jesús como medio para que él pudiera sufrir el infierno, entonces no podemos dejar de constatar que se trataría de otro golpe propinado contra el principio de la justicia divina. ¡Pobre hombre!, en primer lugar fue prácticamente secuestrado durante toda su vida por un espíritu extraño, pero luego, como recompensa por la hospitalidad a que se vio forzado, sería quemado en el infierno por crímenes que no había cometido. El mérito de este sacrificio iría a parar por completo al extraño que le ocupaba. De nuevo, ¿qué hay de el alma de este hombre, o es que tal vez no tenía alma propia? Si no la tenía, entonces el hombre en Jesús y el Dios en Jesús habrían de ser una y la misma persona y el argumento de que Jesús actuaba en ocasiones por sus impulsos humanos y en ocasiones por Voluntad divina, se reduce a pura palabrería. La única fórmula aceptable para cualquier intelecto es que un alma y un cuerpo equivalen a una persona. Dos almas y un cuerpo constituyen una idea estrafalaria que sólo puede ser mantenida por quienes creen en la posibilidad de que la gente pueda ser poseída por fantasmas o seres similares.

El Sacrificio y la Felicidad Espiritual

Si la segunda opción es más aceptable para los teólogos cristia­nos es porque asume que sólo el alma de Jesús entró en el infierno, y que se trataba de un infierno espiritual. Si es así, parece que no hay razón por la que debamos rechazar esta sugerencia como carente de sentido. Sin embargo, el infierno espiritual sólo se origina por el remordimiento o el sentimiento de culpa. En el caso de Jesucristo no sería aplicable ninguna de estas dos opciones. Si se acepta el castigo del crimen de otro, siendo uno mismo inocente, no se genera remordimiento sino todo lo contrario. El alma de dicha persona vibraría con un sentimien­to de nobleza y autosacrificio que estaría mucho más próximo al cielo espiritual que al infierno.

Volvamos ahora a la cuestión del cuerpo que ocupaba Jesús y al sentido de la muerte en relación con dicho cuerpo, así como el significado de la resurrección en este mismo contexto. Según nuestro mejor entender, el cuerpo de Jesucristo había de formar parte integral de la “Filiación” de Jesús. De otro modo carecería de un terreno común para que su divinidad y su humanidad se entremezclaran y jugaran roles distintivos bajo determinadas condiciones. Deberíamos ver al hombre, en ocasiones, haciéndose cargo de los asuntos, a condición de que poseyera él mismo un alma independiente, y, en ocasiones, observaríamos al Divino expresán­dose por Sí mismo y controlando las facultades humanas de la mente y el corazón. Hacemos énfasis de nuevo en que esto sólo puede ocurrir si existen dos personalidades distintas encerradas en un ser único.

El Sentido de la Muerte en Relación con Cristo

Habiendo entendido claramente las diferentes opciones en relación con los papeles relativos que el Hombre y el Divino en Jesús pudieron haber jugado, intentaremos comprender la aplicación de la palabra “muerte” y su pleno significado en relación con él.

Si murió por tres días y tres noches, entonces la muerte ha de entenderse en el sentido de que el alma se separa del cuerpo, y que el alma se marcha. Lo cual significa que el alma debió salir del cuerpo rompiendo su relación con él de forma tan completa, que sólo dejó atrás un cadáver auténtico y sin vida.

Jesús, por fin, fue liberado de su prisión en el cuerpo carnal de un hombre. Sin embargo, la liberación de esta prisión no puede, en absoluto, considerarse un castigo. El retorno del alma divina del “Hijo” al mismo estado sublime de existencia, no puede considerarse de ninguna forma como una muerte humana ordinaria. La muerte humana no es temida porque el alma abandone al cuerpo y rompa los vínculos al alcanzar un nuevo estado de conciencia, sino que los horrores de la muerte se deben principalmente al hecho de que se truncan permanentemente los lazos con todos los seres queridos aquí en la tierra, y porque uno deja tras de sí diferentes posesiones y objetos amados. Muchas veces ocurre que el hombre que carece de motivo por el que vivir prefiere morir antes que vivir una vida vacía.

En el caso de Jesús, el sentimiento de remordimiento no podía estar presente. Para él, la puerta de la muerte sólo estaba abierta en una única dirección: la de ganar y no perder. ¿Por qué habría de considerarse su salida del cuerpo como una experiencia lastimosa y agonizante? Si murió en seguida y literalmente -no metafóricamente- abandonó el espíritu, como los cristianos quieren que creamos, entonces, la vuelta al mismo cuerpo es el paso menos cuerdo que se le ha atribuido. ¿Nació de nuevo cuando retornó al cuerpo que había abandonado a la hora de la muerte? Si se describe este proceso sólo como la resurrección o el revivir de Jesús, entonces el cuerpo debería también haber sido eterniza­do. Pero lo que leemos en la Biblia es una historia totalmente distinta. De acuerdo a esta historia Jesús fue resucitado de los muertos volviendo a entrar en el mismo cuerpo en el que fue crucificado y a esto se le denomina su recuperación de la vida. Si esto es así ¿Cuál es el sentido de este acto de abandonar el cuerpo una vez más? ¿No equivaldría a una segunda muerte?

Si la primera salida del cuerpo era la muerte, entonces cierta­mente que la segunda vez que se considera que abandonó el cuerpo humano, debió declarársele eternamente muerto. Cuando el alma abandona el cuerpo la primera vez, lo llamáis muerte; cuando vuelve al mismo cuerpo, lo llamáis vida después de la muerte. ¿Cómo lo llamaríais cuando el alma abandona el mismo cuerpo otra vez más para no volver más? ¿Se llamaría muerte eterna o vida eterna según la jerga cristiana? Sería una muerte eterna y no otra cosa. Contradicción sobre contradicción. ¡Una experiencia demoledora para los nervios, en verdad!

Hay quien sugiere que el cuerpo no fue abandonado la segunda vez, pero entonces nos encontramos con la perspectiva extraña de ver a Dios Padre existiendo como un ser espiritual incorpóreo e infinito mientras que el “Hijo” permanece atrapado en los limitados confines de la existencia mortal.

Sufrimiento Limitado para un Pecado Sin Límites

Podría argumentarse que no son siempre los remordimientos de la conciencia los que crean un estado mental y emocional desgraciado en aquellos que son sensibles a sus propias faltas. Por otro lado, una simpatía intensa hacia los sufrimientos de los demás puede crear una vida agónica a quien -siendo total o parcialmente inocente de delito- posee la cualidad espiritual sublime de sufrir por los demás. Ello también crearía una semejanza con el  Infierno. Las madres sufren por sus hijos enfermos. La experien­cia humana da testimonio del hecho de que, a veces, por causa de un niño permanentemente inválido, la vida entera de su madre se convierte en un vivo infierno. ¿Por qué no conceder a Jesús la noble cualidad de ser capaz de sufrir por la causa de los demás? Por qué no, en verdad. ¿Pero por qué sólo tres días y tres noches? ¿Por qué no durante todo su tiempo de vida en la tierra e incluso antes y después de este período? La gente noble no sufre sólo temporalmente, por un lapso limitado de horas o días. Sus corazones no descansan en paz hasta que ven que la miseria se mitiga o queda aliviada por completo. El infierno que estamos considerando no es sólo prerrogativa de una persona divina e inocente, se trata de una cualidad de nobleza de la que partici­pan en cierta medida hasta los animales de la jungla en relación con sus congéneres cercanos.

Tras unos breves comentarios, dejaremos este tema, pero quiero comentar brevemente otro aspecto importante. El castigo prescrito por Dios a Jesucristo sólo duró tres días y tres noches. Mientras, los pecadores por quienes fue castigado, hubieron cometido pecados tan terribles y durante tanto tiempo que, según la Biblia, su castigo tenía que ser el sufrimiento eterno en el infierno. Por tanto, ¿qué clase de Dios justo era Aquel que, cuando tuvo que castigar a quienes El creó, que no eran sus hijos ni sus hijas, les castigó eternamente, pero cuando hubo de castigar a Su propio “Hijo” por pecados que él voluntariamente había aceptado, de repente, el castigo se le reduce?. ¡Sólo tres días y tres noches! No hay comparación posible. Si esto es la justicia, ¡que no exista la justicia! ¿Cómo miraría Dios la conducta de los seres humanos, que El mismo creó con su diestra, si éstos dispensaran la justicia de la misma manera que aprendie­ran de El?. Aplicar diferentes medidas a los propios hijos, y muy diferentes a los hijos de demás. ¿Observaría Dios Padre esta imitación fiel con deleite o con horror? Muy difícil ciertamente de responder.

¿Qué Cambió la Expiación?

En lo que se refiere al efecto de la Crucifixión de Jesucristo en relación con el castigo del pecado, ya hemos dejado claro que la fe en Jesucristo no ha reducido, de ningún modo, el castigo del pecado, prescrito por Dios para Adán y Eva y su progenie. Todas las madres humanas siguen dando a luz a sus hijos con el dolor del parto y el hombre sigue ganándose el pan con el sudor de su frente. Si lo consideramos desde otro ángulo, una amplia comparación entre el mundo cristiano y no-cristiano desde los tiempos de Jesucristo, muestra que ningún creyente en Cristo puede mostrar un cambio apreciable en ningún período de la historia, en el sentido de que sus mujeres hayan dado a luz sin dolor y sus hombres se hayan ganado el pan sin trabajo. No muestran ninguna diferencia a este respecto con el mundo no-cristiano.

En lo que se refiere a la disposición a cometer pecados, el mundo de los creyentes en Cristo comparado con el mundo de los no-creyentes en Cristo no recoge ninguna evidencia de que la disposición a cometer pecados haya desaparecido entre el grupo de los creyentes en Cristo. En añadidura, uno se pregunta ciertamente por qué tener fe en Dios se considera tan inferior a tener fe en Su “Hijo”. Esto es especialmente importante para el tiempo anterior a cuando este ancestral secreto, celosamente guardado, (que Dios tuviera un “Hijo”) fue descubierto a la humanidad. Desde luego que existió gente que tuvo fe en Dios y en Su Unidad. Asimismo nacieron incontables seres humanos antes de Cristo en todas las religiones y lugares de la tierra que creyeron en Dios y en Su Unicidad. ¿Por qué la fe en Dios no tuvo influencia en el crimen humano y el castigo? De igual manera, ¿Por qué no podía Dios Padre mostrar la misma nobleza de sufrir por la causa de los pecadores que mostró Su noble “Hijo”?. Ciertamente que el “Hijo” parece poseer cualidades morales más elevadas (¡Dios nos perdone!) que su menos civilizado Padre. Podríamos preguntarnos si la Divinidad está evolucionando y se haya aún en el proceso de llegar a la perfección.

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