Bismillahir-Rahmanir-Rahim—en el nombre de Al-lah el Clemente, el Misericordioso.
A todos los distinguidos invitados—assalamo ‘alaikum wa rahmatullahe wa barakatohu—la paz y las bendiciones de Dios sean con todos ustedes.
Me gustaría ante todo aprovechar esta oportunidad para agradecerles que hayan sacrificado su tiempo para acudir y escuchar lo que tengo que decirles. Se me ha pedido que hable sobre un tema que es extenso, amplio y que abarca tantos aspectos, que no es posible tratarlo en su totalidad en el escaso tiempo que tengo a mi disposición. El tema que se me ha pedido comentar es el referente al establecimiento de la paz mundial, que, sin lugar a dudas es el asunto más crucial y urgente que el mundo precisa en la actualidad. Debido a la escasez de tiempo, expondré solamente el punto de vista islámico sobre el establecimiento de la paz mediante relaciones justas y equitativas entre las naciones.
Lo cierto es que la paz y la justicia son inseparables; no se puede conseguir una sin la otra. Este es un principio que entiende toda persona sensata e inteligente y, excluyendo a quienes están decididos a crear el desorden en el mundo, no hay nadie que pueda afirmar que exista alguna sociedad, país, o incluso el mundo entero, donde reinando la justicia y el trato equitativo, tenga lugar el desorden o la falta de paz. Sin embargo vemos como en muchas partes del mundo impera efectivamente el desorden y la ausencia de paz. Este desorden es a la vez interno, es decir que tiene lugar dentro de los países, como externo, en términos de relaciones entre distintas naciones, y tiene lugar a pesar de que todos los gobiernos reivindican que sus políticas están basadas en la justicia, y que el establecimiento de la paz es su objetivo prioritario. Sin embargo, hay pocas dudas de que la inquietud y la ansiedad en el mundo no hacen sino aumentar, y que el desorden no hace más que extenderse. Esta situación indica claramente que, en algún punto del proceso, se incumplen las exigencias de la justicia. De ahí que haya una necesidad imperiosa de poner fin a la desigualdad, dondequiera y cuandoquiera que esta exista. Por este motivo, como líder mundial de la Comunidad Ahmadía Musulmana, me gustaría hacer algunas observaciones sobre la necesidad y la manera de lograr la paz basada en la justicia.
La Comunidad Ahmadía Musulmana es una comunidad puramente religiosa, y sostenemos la firme convicción que ya ha llegado el Mesías y Reformador destinado a aparecer en esta época para ilustrar al mundo el esplendor de las verdaderas enseñanzas del Islam. Nosotros creemos que el Fundador de nuestra
Comunidad, Hazrat Mirza Ghulam Ahmad de Qadián (la paz de Dios sea con él) es el Mesías Prometido y Reformador y, por consiguiente, le hemos aceptado. Él nos inculcó a sus seguidores a que difundieramos las verdaderas enseñanzas del Islam basadas en el Sagrado Corán. Por tanto, todo cuanto yo diga en relación con el establecimiento de la paz y la promoción de unas relaciones internacionales justas estará basado en las enseñanzas del Sagrado Corán.
Todos ustedes expresan de manera regular sus opiniones y, de hecho, hacen grandes esfuerzos para establecer la paz mundial. Sus mentes creativas y perspicaces les permiten presentar grandes ideas, planes e incluso nuevas visiones de como consolidar la paz. Es por ello por lo que no me atañe hablar de este asunto desde una perspectiva mundana o política; el foco de mi atención se centrará en cómo establecer la paz en base a la religión. Para este propósito debo, como ya he dicho, presentar algunas directrices de gran importancia recogidas de las enseñanzas del Sagrado Corán.
Es importante que recordemos que el conocimiento y el intelecto humano no son perfectos, sino limitados, y a la hora de tomar decisiones o formar pensamientos, hay, a menudo, factores que interfieren con la mente humana, nublan el juicio y conducen a las personas a intentar conseguir lo que consideran sus propios derechos. En última instancia, esto puede culminar en resultados y decisiones injustas. Por el contrario, la Ley de Dios es perfecta, en ella no existen intereses personales ni disposiciones desleales, porque Dios solamente desea el bien y la mejora de Su Creación y por tanto Su Ley está basada íntegramente en la justicia. El día en que las personas reconozcan y entiendan este punto esncial será el día en que se establezca el fundamento de la paz. De lo contrario, los esfuerzos para establecer la paz, por incesantes que sean, seguirán sin proporcionar resultados.
Tras el final de la I Guerra Mundial, los líderes de algunos países deseaban que en el futuro todas las naciones mantuvieran relaciones buenas y pacíficas y, en el esfuerzo de buscar la paz mundial, se creó la Liga de las Naciones, cuyo objetivo principal era mantener la paz y prevenir nuevas guerras. Desafortunadamente, las normas de la Liga de las Naciones y sus resoluciones contenían fallos y carencias que impidieron la protección equitativa de los derechos de todas las personas y naciones. Como consecuencia de estas desigualdades, la paz duradera no pudo prevalecer, los esfuerzos de la Liga fracasaron, y culminaron de manera directa en la II Guerra Mundial.
Todos somos conscientes de la destrucción y devastación sin paralelo que la acompañaron. Unos 75 millones de personas, la mayoría civiles, perdieron sus vidas en conjunto. Esa guerra debería haber bastado para abrir los ojos del mundo, debería haber sido el desencadenante para el desarrollo de políticas sensatas que concedieran a todos sus derechos legítimos, basados en la justicia, y capaces de crear una vía para establecer la paz en el mundo. Los gobernantes del mundo de aquel momento, con el mismo deseo de establecer la paz, fundaron las Naciones Unidas. Sin embargo, pronto se hizo evidente que el objetivo noble y general que sustentaban las Naciones Unidas tampoco podía cumplirse. Tanto es así que hoy en día hay gobiernos que declaran abiertamente su fracaso.
¿Qué tiene que decir el Islam sobre las relaciones internacionales basadas en la justicia y, por tanto, como medio para establecer la paz? En el Sagrado Corán, Dios Todopoderoso explica claramente que nuestras nacionalidades y orígenes étnicos, pese a que actúan como medios de identidad, no avalan ni validan ningún tipo de superioridad.*
Así, el Sagrado Corán deja claro que todas las personas nacen iguales. El Santo Profetasa, en su último sermón, instruyó a todos los musulmanes a que siempre recordaran que un árabe no es superior a un no-árabe, ni un no-árabe es superior a un árabe. Enseñó que un blanco no es superior a un negro, ni un negro es superior a un blanco. Así, la igualdad entre todas las naciones y razas es una enseñanza básica y clara del Islam, como lo es también la igualdad de derechos, sin discriminación ni prejuicios. Se trata de un principio de oro que permite establecer los cimientos de la armonía entre diferentes naciones así como el establecimiento de la paz.
Sin embargo, hoy nos enfrentamos a una división y separación entre naciones poderosas y débiles. Tomemos por ejemplo a las propias Naciones Unidas, cuyo Consejo de Seguridad se compone de una serie de miembros permanentes y otros miembros no permanentes. Esta división ha resultado ser una fuente de preocupación y frustración que se refleja en las protestas de ciertos Estados miembros ante dicha desigualdad. El Islam imparte la doctrina de la justicia absoluta, y la igualdad en todos los aspectos; y en este sentido encontramos otra directriz importante en el capítulo 5, versículo 3 del Sagrado Corán, donde se afirma que para cumplir plenamente con las exigencias de la justicia es preciso tratar con imparcialidad y equidad incluso a quienes transgreden todos los límites en su odio y enemistad. El Sagrado Corán enseña que se ha de aceptar la bondad de dondequiera que proceda y sea quien sea el que la aconseje; y se debe rechazar el comportamiento pecaminoso e injusto, de dondequiera que proceda y sea quien sea el que lo aconseje.
Una pregunta que surge de manera espontánea es ¿cuál es el grado de justicia requerido por el Islam? En el capítulo 4, versículo 136, del Sagrado Corán se declara que para mantener la justicia y la verdad, uno ha de testificar, si es preciso, contra sí mismo, de sus propios padres o de sus familiares más queridos. Los países poderosos y ricos no deben usurpar los derechos de los países pobres y débiles para preservar sus propios derechos, ni tampoco hacer tratos injustos con ellos. Por otra parte, las naciones pobres y débiles no han de causar daño a las naciones ricas y poderosas allá donde se les presente la oportunidad. Al contrario, ambas naciones han de esforzarse para relacionarse mediante el cumplimiento de los principios de la justicia. Se trata de una cuestión que tiene una importancia crucial en el mantenimiento de relaciones pacíficas entre países.
El versículo 89 del capítulo 15 del Sagrado Corán aporta otro requisito necesario para establecer la paz entre las naciones basado en la justicia. Sostiene que ninguna de las partes ha de mirar con avaricia los recursos y riquezas de otros, ni tampoco tomar o apropiarse injustamente de los medios de otro país bajo el falso pretexto de proveerle de ayuda o apoyo. Por tanto, los gobiernos no deben sacar ventaja de otras naciones basándose en el suministro de conocimientos técnicos, o con contratos o tratados de comercio injustos. Del mismo modo, tampoco deben tomar el control de los recursos naturales de los países en vía de desarrollo con la excusa de proveerles de conocimientos o asistencia, sino que deben proporcionar ayuda desinteresada a las personas o naciones poco formadas que necesitan que se les enseñe cómo han de utilizar apropiadamente sus recursos naturales.
A continuación, las naciones y los gobiernos deberían servir y ayudar siempre a los países menos afortunados. Sin embargo, dicho servicio no ha de tener por objetivo alcanzar beneficios nacionales o políticos, ni servir como medio para satisfacer intereses creados. Es cierto que en las últimas seis o siete décadas las Naciones Unidas han desarrollado numerosos programas y fundaciones para ayudar a los países pobres a progresar y con este propósito han explorado sus recursos naturales; pero, a pesar de estos esfuerzos, ninguno de los países en cuestión ha alcanzado el nivel de un país desarrollado. Una de las razones que lo justifican es, sin lugar a dudas, la amplia corrupción de los países en vías de desarrollo. Pero muy a mi pesar, debo decir que las naciones desarrolladas negocian con estos gobiernos con el objetivo de impulsar sus propios intereses; siguen pactando tratados comerciales, ayudas internacionales y contratos mercantiles, con el resultado de que las frustraciones e inquietudes de los sectores pobres y desfavorecidos de estas sociedades no hacen más que crecer, y culminan en rebeliones y desordenes internos. Las personas pobres de los países en vía de desarrollo se sienten tan frustradas que se levantan en contra de sus propios líderes y de las grandes potencias, y ello ha favorecido a los grupos extremistas, que aprovechan la situación animando a la gente a unirse a sus grupos y apoyar su ideología repleta de odio. Todo esto ha culminado, en última instancia, con la destrucción de la paz del mundo.
El Islam ha llamado nuestra atención hacia varios medios para conseguir la paz. Se requiere una justicia absoluta, que los testimonios de todos sean verdaderos, que se abandonen las miradas de envidia dirigidas a las riquezas de otros, requiriendo, además, que las naciones desarrolladas dejen de lado sus intereses creados, y ayuden y sirvan a las naciones menos desarrolladas y más pobres de manera altruista y con espíritu desinteresado. La observancia de todos estos factores permitirá establecer la paz.
Si, a pesar de todas estas medidas, un país transgrede todos los límites y ataca a otro para conseguir injustamente el control de sus recursos, los demás países deben tomar medidas, siempre justas, para detener esa crueldad.
Las circunstancias para poder tomar tal acción basadas en las enseñanzas islámicas se detallan en el capítulo 49.* del Sagrado Corán, donde se enseña que cuando dos naciones disputan y llegan a una guerra, los demás gobiernos deben aconsejarles a favor del diálogo para que puedan llegar a un acuerdo y reconciliarse en base a un arreglo negociado. Si aun así una de las partes no acepta los términos del acuerdo y continúa con la guerra, los demás países deberán unirse para enfrentarse, luchar y detener al agresor; y, cuando éste sea derrotado, y acepte la negociación, ambas partes deberán trabajar juntas para un acuerdo de paz y reconciliación duraderas. No se deberán forzar condiciones duras e injustas que dejen maniatadas a dichas naciones porque, con el tiempo, darán pie a inquietudes que irán en aumento, se propagarán y culminarán en más desordenes.
Cuando un tercer gobierno trate de reconciliar a las dos partes enfrentadas, deberá actuar con absoluta sinceridad e imparcialidad, aun cuando una de las partes se pronuncie en su contra. Por tanto, el gobierno intermediador no ha de mostrar su ira en dichas situaciones, ni ha de buscar la venganza, ni tampoco actuar de manera injusta. Cada una de las partes ha de preservar sus debidos derechos.
Así pues, para que las exigencias de la justicia se cumplan, es preciso que los gobiernos que están negociando un acuerdo no traten de defender sus propios intereses, ni tampoco busquen conseguir beneficios indebidos de dichos países. No deben interferir o presionar injustamente a los países en cuestión, ni imponer restricciones innecesarias e injustas sobre sus recursos naturales, pues esta práctica injusta no ayuda a la mejora de las relaciones entre naciones.
Dado el tiempo limitado a mi disposición, solo les he mencionado con brevedad algunos puntos. Si deseamos establecer la paz en el mundo, hemos de dejar de lado nuestros intereses personales y nacionales en pro de un bien mayor, y entablar relaciones basadas en su integridad en la justicia. De no ser así, y algunos de ustedes estarán de acuerdo conmigo, las alianzas y bloques que se formarán en el futuro -o quizás debo decir que ya se han empezado a formar- harán muy probable que el desorden siga aumentando en el mundo, y todo culmine en una gran destrucción, cuyos efectos perdurarán, sin lugar a dudas, durante muchas generaciones. Por ello, Estados Unidos, como el poder más grande del mundo, debe cumplir con su papel y actuar con plena justicia y con todas las buenas intenciones que he descrito. Si así sucediera, el mundo recordará para siempre, con gran admiración, sus inmensos esfuerzos. Pido a Dios que así sea.
Muchas gracias de nuevo.
Según nuestra tradición, al finalizar un acto como el presente, acostumbramos a realizar una oración en silencio. Por ello dirigiré la oración y los áhmadis me seguirán. Pido a todos ustedes, estima- dos invitados, que cada cual ore a su manera si así lo desean.