I. Introducción
En el nombre de Al-lah, el Clemente, el Misericordioso
No hay digno de ser adorado excepto Al'lah, Muhammad es el Mensajero de Al'lah
Musulmanes que creen en el Mesías,
Hazrat Mirza Ghulam Ahmad Qadiani (as)

Son cuatro los objetivos de la religión:

  • Permitir que el hombre conozca a Dios Todopoderoso, su Creador;
  • Proporcionar a cada hombre un código de conducta y moralidad;
  • Dar a las comunidades las normas para su orientación social, econó- mica y política;
  • Enseñar al hombre acerca de la vida después de la

Los orígenes del hombre se pierden en el amanecer de la historia, y sabe- mos que nuestros antecesores más remotos de la Edad Paleolítica se eleva- ron muy poco por encima del nivel de los animales. El verdadero comien- zo de la historia de la humanidad se remonta al momento, hace unos seis mil años, en el que Dios se reveló por primera vez a Adán, nombrándole a él y a sus descendientes como Sus virreyes en la tierra. Por lo tanto, el pri- mer paso del progreso humano fue el conocimiento de Dios, y la creencia religiosa constituyó el comienzo de la civilización.

Las comunidades primitivas vivían dispersas y aisladas, y sus necesidades eran puramente locales. He aquí la razón por la cual Dios inspiró inicial- mente a profetas nacionales y no universales para amonestar a los hom- bres cuando se entregaban a la idolatría y al pecado. El Santo Corán nos dice que a cada tribu o nación le fueron enviados mensajeros Divinos que, a pesar de la oposición y la persecución, recordaron a los hombres su deber para con Dios, y la vida venidera, exhortándoles a practicar el bien y rechazar el mal. Algunos de estos apóstoles trajeron también códigos de leyes apropiados para su sociedad en concreto.

Encontramos el relato de uno de estos pueblos en el Antiguo Testamento. Dios bendijo a los Hijos de Israel con la Ley de Moisés, y les ordenó servir de ejemplo para las naciones vecinas. Sus transgresiones les llevaron a la ruina moral y política, pero antes de renegar de ellos, Dios elevó de entre su pueblo a un gran reformador espiritual o Mesías en la persona de Jesu- cristo. Aún no había llegado el momento de establecer una religión mun- dial, y por esta razón en los Evangelios (ver Mateo 5:17,18; 10:5,6 y 15:24), Jesús afirma claramente que no vino a abolir la Ley de Moisés, sino que fue enviado tan sólo a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Cuando los judíos le negaron, les advirtió que el favor de Dios pasaría a otra nación, y repitió las palabras proféticas acerca de la península arábiga, una zona olvidada por los conquistadores, que no había desempeñado papel alguno en la historia: “La piedra que los constructores desecharon, en piedra angu- lar se ha convertido… Por eso os digo: Se os quitará el Reino de Dios para dárselo a un pueblo que rinda sus frutos” (Mateo, 21:42-43). ¡En efecto, la Arabia estaba destinada a convertirse en piedra angular de un imperio que se extendería desde España hasta las fronteras de la China!

La Biblia contiene más de cuarenta referencias al advenimiento del Islam y del Santo Profeta Muhammad(sa)*. A pesar de que algunas de las profe- cías hayan sido oscurecidas debido a textos defectuosos o a traducciones poco objetivas de los originales hebreo y griego, su testimonio sigue sien- do conmovedor. Las limitaciones de espacio no nos permiten citar todas estas profecías, pero es preciso mencionar algunas, en vista de su gran importancia.

En la primera, Dios dice a Moisés: “Yo les suscitaré, de en medio de sus hermanos, un profeta semejante a ti, pondré mis palabras en su boca, y él les dirá todo lo que yo le mande” (Deuteronomio, 18:18). Aquí vemos que se promete un profeta suscitado de entre los hermanos de los israelitas; se trata, por supuesto, de los ismaelitas, o árabes, que junto con los judíos son los hijos de Abraham y objeto de la profecía del Génesis: “Y haré de ti un gran pueblo”. Aquel profeta sería semejante a Moisés, es decir, un gran jefe espiritual y temporal, y un Legislador. En su boca se pondría la Pa-labra de Dios, y esto se aplica al Santo Corán, el único libro religioso que afirma ser no meramente “inspirado” sino la Palabra literal de Dios. Esta poderosa profecía se refiere a Muhammad(sa) y no se puede aplicar a ningún otro, en ninguna época ni en ningún lugar.

En la segunda profecía podemos leer: “Ha venido Yahveh del Sinaí. Para ellos desde Seír se ha levantado, ha iluminado desde el monte Parán. Con él los diez mil santos, Ley de Fuego en su diestra para ellos. (Deut. 33:2). Aquí se relaciona a Moisés con el Sinaí, a Jesucristo con Seír, en Palestina, y a Muhammad(sa) con Parán, el desierto montañoso situado entre La Meca y Medina. Además se sabe muy bien que el Santo Profetasa entró en La Meca con diez mil seguidores, como legislador triunfante. ¿Acaso puede ser más clara una profecía?

La tercera se halla en las palabras de Jesucristo, recogidas en el Evangelio según San Juan (16:7, 8, 13): “Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré; y cuando él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia, en lo referente al juicio… Cuando venga él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir”.

Es evidente que con esto Jesucristo no alude a ninguna visitación de Pen- tecostés, sino al advenimiento al mundo de un profeta portador de la Ley, que hablaría en verdad de lo que Dios le mandase hablar. La palabra “Pa- ráclito” de la versión española aparece en el texto griego como “Paraclete”. Ahora bien, “Paraclete” es una palabra desconocida en el griego clásico; investigaciones posteriores han demostrado que se trata de una corrup- ción de “Periclytos”, que significa “El Ilustre”, “El Digno de Alabanza”. ¡La traducción literal de “Periclytos” en árabe es Muhammad! De ahí que Je- sucristo predijera al Santo Profetasa, utilizando el nombre que recibió al nacer cinco siglos más tarde; y cabe destacar que Muhammad(sa) fue el pri- mer árabe que llevó este nombre.

Ha de tenerse en cuenta que los judíos esperaban a un profeta después del Mesías, como demuestra el Evangelio de San Juan al hablar de Juan el Bautista (1:20, 21): “…y confesó: `Yo no soy el Cristo’. Y le preguntaron:

`¿Qué pues? ¿Eres Elías?’ El dijo: `No lo soy’. `¿Eres tú el profeta?’ Respon- dió: `No’.” Se trata de la misma persona descrita en el Antiguo Testamen- to como: “El Santo del Monte Parán” (Habacuc, 3:3), “Mi Siervo” (Isaías, 42:1), “Mi Amado” (Cantar de los Cantares, 5:10) y “Mi Mensajero” (Mala- quías, 3:1). La Biblia incluso hace referencia a dos episodios importantes de la vida del Santo Profetasa. Uno es la batalla de Badr, cuando el poder de los árabes paganos, o Kedar, fue destruido un año después de la huida de La Meca (Isaías, 21:15, 16), y el otro es el “Isra”, el viaje espiritual del Profetasa, por la noche, al Templo de Jerusalén (Malaquías, 3:11).

Se hacen varias referencias a La Meca, sobre todo en el Salmo 84:6, de David, donde en el texto hebreo figuran las palabras “valle de Bacah” o Bakkah, nombre utilizado en el Santo Corán para designar este valle (3:96). ¡Los recopiladores de la Versión Revisada de la Biblia estimaron más prudente ocultar esto con la traducción “Valle de Lamentaciones”! El peregrinaje viene descrito en Isaías (60:6, 7). Por último, en al menos un caso (Jeremías, 28:9) la palabra hebrea “Shalom” debería haberse tra- ducido utilizando el equivalente árabe específico “Islam”, y no “paz”, que corresponde al término más general de “salaam“.

El advenimiento de este Profetasa, que había de ser maestro y legislador para todas las naciones de la tierra, también está anunciado en las Escri- turas persas, hindúes y budistas, y en algunos casos se ofrecen no sólo descripciones exactas de acontecimientos, sino hasta su nombre “Mu- hammad”(sa).

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