En el contexto de las grandes religiones, el islam ha sido pionero en conferir a la mujer una posición de independencia económica. Hasta 1882 en el Reino Unido, con la aprobación de la primera Ley de Propiedad de la Mujer Casada, una mujer casada no podía poseer propiedades de forma independiente de su marido. Los bienes que una femme sole (mujer soltera) poseía por derecho propio pasaban automáticamente a su marido al casarse. Aún hoy, ciertos aspectos de la legislación británica reflejan esta dependencia de la mujer casada respec- to a su marido.
Desde sus inicios, el islam ha establecido la independencia económica de la mujer. Se establece la obligación del marido de realizar un pago –proporcional a sus medios– a la mujer en el momento del matrimonio, conocido como la dote (mehr). Si al fallecer el marido, la dote aún no ha sido abonada, se considera una deuda prioritaria de su patrimonio. Además, la viuda tiene derecho a su parte en el patrimonio del marido, determinada por la ley.
Los bienes que una mujer adquiera por su esfuerzo, herencia, legado o donación, son suyos, y son independientes de su marido. Puede delegar en su marido la gestión de estos bienes, pero si decide administrarlos ella misma, él no puede interferir.
Una mujer casada con recursos propios puede contribuir al mantenimiento del hogar, pero no está obligada a ello. El sos- tenimiento del hogar es responsabilidad del marido, incluso si la mujer tiene una mejor situación económica.
Esto se ilustra en el siguiente suceso: el Santo Profetasa en una ocasión instó también a las mujeres a practicar la caridad a través de sus propios medios. Dos mujeres, ambas llamadas Zainab, una de ellas esposa de Abdul’lah bin Masud, le pregun- taron si sería meritorio ayudar a sus maridos con sus recursos. El Santo Profetasa les aseguró que tal acto sería doblemente meritorio, pues contaba como caridad y bondad hacia sus parientes.
El Sagrado Corán advierte:
“Y no ambicionéis aquello en lo que Al’lah ha hecho que algunos superéis a otros. Los hombres tendrán una parte de lo que han ganado y las mujeres parte de lo que también han ganado. Pedid a Al’lah de Su magnanimidad. En verdad, Al’lah conoce perfectamente todas las cosas.” (4:33)
“Y hemos instituido a cada uno heredero de lo que dejan sus padres y familiares, y también aquellos con quienes vuestros juramentos ratificaron un contrato. Dadles, pues, su parte. En verdad, Al’lah vigila todas las cosas.” (4:34)
El sistema islámico de sucesión y herencia, detallado en los versículos 4:12-13 y 177 del Sagrado Corán, busca una distri- bución equitativa de la propiedad. Cuando una persona fallece dejando padres, cónyuge, hijos e hijas, todos ellos participan en la herencia. La norma general dicta que la parte correspon- diente al varón es el doble que la de la mujer en el mismo grado de parentesco. Esta disposición no discrimina a las mujeres, puesto que considera que el hombre tiene la responsabilidad de sustentar a su familia, mientras que la mujer no tiene tal obligación. En la práctica, esta norma tiende a favorecer a las herederas.
Un musulmán no puede legar más de un tercio de sus bienes a través de su testamento. Los legados, ya sean benéficos o para no herederos, no deben exceder un tercio del patrimonio neto; tampoco es posible modificar la parte de un heredero mediante disposición testamentaria. En el sistema islámico de herencia, no se permite la discriminación entre herederos, evitando prácticas como la primogenitura o la exclusión de las mujeres.
A veces, se malinterpreta una disposición relacionada con la preservación de evidencia en las transacciones civiles, la cual exige que estas se documenten por escrito, como una forma de discriminación contra la mujer. La normativa es la siguiente:
“Y llamad a dos testigos de entre vuestros hombres; y si no hay dos hombres disponibles, entonces a un hombre y dos mujeres que os agraden como testigos, de manera que, si una de las mujeres yerra en la memoria, la otra pueda hacerle recordar.” (2:283)
No existe discriminación en esta regla. La práctica habitual es proteger a las mujeres de la necesidad de actuar como testigos en procedimientos judiciales. Por lo general, no se de- bería requerir a una mujer que certifique un documento que registre una transacción. Esta norma puede ser más flexible en situaciones de emergencia, pero entonces surgen otras complicaciones.
En el caso de los testigos varones, su recuerdo de una tran- sacción que de la que dan fe como testigos, se refrescaría cuan- do se reunieran socialmente y recordaran la transacción por una u otra razón. En el caso de un documento que registra una transacción que es atestiguada por un testigo masculino y otro femenino, la testigo femenino, como se verá más adelante, bajo el sistema social islámico, no suele tener ocasión de reunirse y hablar con el testigo masculino, por lo que habría pocas po- sibilidades de que refrescara su memoria sobre dicha transac- ción. Para solventar esta limitación, se establece que, cuando solo haya un testigo varón, pueden presentarse dos testigos femeninos, para que una pueda ayudar a la otra a recordar.
Este requisito se refiere exclusivamente a la preservación de pruebas y no a la validez del testimonio de un testigo, sea hombre o mujer. Un ejemplo puede aclarar cualquier duda al respecto. Si una transacción registrada en un documento, ates- tiguada por un hombre y dos mujeres, se convierte en objeto de una disputa judicial y una de las testigos fallece, tanto el testigo masculino como la testigo mujer sobreviviente serán interrogados en el tribunal. Si el juez considera que el testimo- nio de la mujer es más fiable, deberá confiar en su declaración por encima de la del hombre. En este caso, no se puede hablar de discriminación hacia o en contra de la mujer.